‘Francolandia’, año cero
Sánchez mezclará el espectro de Franco con los jueces, periodistas y políticos que son incómodos para su poder cesarista
El propósito de Sánchez es inaugurar el año próximo el nuevo parque temático de Francolandia
Comprendo las razones de quienes advierten de que no se entre al trapo de la francofilia declarada de Pedro Sánchez. Es evidente que tampoco esta cortina de humo puede enmascarar la montaña de corrupción sobre la que se asienta su poder, que ya enfanga a sus familiares y a sus más directos colaboradores, quienes lo auparon a la secretaría general del partido.
El propósito de Sánchez es inaugurar el año próximo el nuevo parque temático de Francolandia, que mantendrá abiertas sus puertas hasta las próximas elecciones generales. Las conmemoraciones del aniversario de la muerte del dictador tendrán un inexcusable formato de parque de atracciones.
Ya empezaron en este sentido la semana pasada con una performance guerracivilista en el Congreso de los Diputados, con exhibición de esqueletos artificiales, promovida por Francina Armengol. La presidenta de la Cámara baja llegó a aplaudir una declaración de que «no hubo muertos en dos bandos: hubo quien mató y quién se defendía». Escalofriante que la tercera autoridad del Estado celebre el borrado de decenas de miles de víctimas de la contienda de 1936.
El respetuoso recuerdo a todas las víctimas de ese pasado de barbarie brilló por su ausencia, convirtiendo la institución de todos en una trinchera partidista. Si el afán de Armengol hubiera sido realmente el de honrar a las víctimas, en el propio Congreso tenía nada menos que 184 motivos: los 77 diputados y ex diputados de derechas y los 73 de izquierdas asesinados durante la Guerra Civil, más los 34 ejecutados por el régimen de Franco en la posguerra.
Pero la voluntad de Sánchez va mucho más allá del propósito necrofílico que le adorna desde sacó del Valle de los Caídos los despojos del general. Se convirtió así en el último jefe de Gobierno en cumplir fiel y marcialmente, con helicóptero militar incluido, la voluntad de Franco, que siempre quiso ser enterrado en el cementerio de Mingorrubio.
La suya ahora es una finalidad más inquietante si cabe que la de simple profanador de tumbas, y eso es lo que motiva estas líneas contra el nuevo capotazo del francomodín.
Ante los casos de corrupción que se investigan sobre su familia y sus colaboradores, Sánchez se ha revuelto como una fiera acorralada contra tres resortes que garantizan nuestro Estado de Derecho, a los que acusa de formar parte de una conspiración contra su persona: jueces, prensa y oposición.
Con ayuda de todos sus terminales, Sánchez intenta someter a estos tres contrapoderes democráticos a un proceso de mímesis que los acabe identificando con el nuevo Moloch con que va a «inundar nuestras calles» el año próximo a través de más de 100 actividades.
De ahí el ataque a los jueces que «no han hecho la Transición» y a los «pseudomedios de ultraderecha» que no comulgan con sus consignas, así como a la oposición, a la que se tacha de «golpista» simplemente por hacer su labor democrática de fiscalización y control al Gobierno.
Se persigue así dar vida a una figura informe, hecha de pegotes y jirones, igual que las piñatas que se cuelgan y golpean a ciegas en las fiestas populares. Figura a la que se achacarán todos los peligros que amenazan al poder sanchista, especialmente a su obsesión por controlar la caja de caudales públicos.
En este macrofestival populista de frentismo y falsificación, de mentira y sectarismo, se tratará de exponer al escarnio de las turbas a un monigote de identidad indistinguible donde se mezcle el espectro de Franco con todos aquellos jueces, periodistas, intelectuales y políticos que son incómodos para su poder cesarista.
Para el sanchismo, todos ellos forman parte de un tiempo continuo que arranca del 18 de julio de 1936 y sigue en pie, inalterado e inalterable, en contra de las «fuerzas progresistas», tal y como los socios de Sánchez vienen postulando desde la aprobación de la Constitución de 1978.
Pues no otros, sino sus amigos de Bildu han defendido siempre que la Transición a la democracia fue un arreglo del franquismo para seguir vivo bajo otro disfraz, lo que motivó el encarnizamiento de ETA contra distintos sectores de la sociedad española, incluidos militantes de la izquierda a quienes consideraban cómplices de la continuidad de la dictadura y la opresión del pueblo vasco.
Así ha quedado reflejado, negro sobre blanco, en la Ley de Memoria Democrática, donde los proetarras han logrado que el propio PSOE se reconozca como parte del franquismo al estirar éste hasta 1983, un año después de la primera victoria electoral de Felipe González.
Con ello se certifica que el Partido Socialista participa ya enteramente con Otegi en la deslegitimación de la España constitucional, la mejor etapa de nuestra historia contemporánea, en libertad y convivencia, en bienestar y modernización. ETA quiso destruirla desde sus comienzos, y ahora sus herederos están más cerca que nunca de conseguir ese objetivo gracias a Sánchez.
El lema «España en libertad» que campará en la puerta de Francolandia será, en realidad, el banderín de enganche con el que el sanchismo tratará de llamar a filas a los milicianos de su causa, ya sean secesionistas, filoetarras y demás nostálgicos del rupturismo que promovieron fracasadamente en los años 70, incluso con las armas, minoritarios grupúsculos de la ultraizquierda.
Resulta muy llamativo que Sánchez se centre en la conmemoración de la muerte de Franco como momento fundacional de nuestra democracia, haciéndonos olvidar el éxito histórico de la Transición pilotada por el Rey Juan Carlos, Adolfo Suárez y Torcuato Fernández-Miranda. Como pretende que olvidemos con estos festejos mortuorios que cada 6 de diciembre, el Día de la Constitución, celebramos la vitalidad de la España que quiere seguir conviviendo en libertad, unidad y concordia. Efeméride de la que cada año reniegan y se ausentan sus aliados de legislatura.
El fin último de Sánchez es presentarse él y sus socios como únicos procreadores y garantes de la libertad y la democracia frente a las supuestas amenazas que, según la «mayoría de progreso», encarnarían quienes se resistan a someterse a sus dictados y a sus abusos.
Lo que se festejará en Francolandia es, paradójica y orwellianamente, la entronización del sectarismo, la arbitrariedad y la corrupción en el ejercicio del poder, concebido éste por el sanchismo como un espacio de privilegios exclusivos para quienes no creen en el proyecto común de los españoles, ni en el pluralismo ni en el imperio de la ley.
Coincido en que el Moloch protagonista de las actividades de Francolandia es un señuelo para distraer del frente judicial contra el sanchismo delictivo. Pero es también el monigote en que va oculto el proyecto de destrucción de la España constitucional, que pasa por deslegitimar todo cuanto garantiza la unidad y la soberanía nacionales, la libertad y la igualdad de los españoles, la concordia y la convivencia, el pluralismo y la alternancia democrática.
Sánchez ha hecho ya enteramente suyo este proyecto de destrucción con el propósito de blindarse en el poder, aunque a su alrededor no queden más que ruinas. Será sobre estas ruinas donde sus socios esperan festejar la postrera derrota del sueño de generaciones y generaciones de españoles que parecía hecho por fin realidad: la de que España no fuera una anomalía histórica, sino una nación normal, definitivamente normal.
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