El fin del espejismo económico
Tardaremos un tiempo en entender, aceptar y convivir con la profunda transformación económica que tenemos delante de los ojos. Irónicamente, el motivo no ha sido otro que la recuperación de la normalidad, el establecimiento de un precio para el dinero. Durante las décadas en que este mecanismo de ajuste y de asignación más eficaz posible de los recursos ha estado ausente, los estragos que ha provocado han sido inmensos. Cuando la financiación se obtiene con facilidad a tipos de interés cero o negativos, multitud de decisiones de inversión entran en el terreno de la irresponsabilidad más absoluta. Se cometen múltiples errores, entre otras cosas porque el coste de cometerlos, o resulta asumible o permanece oculto. Pero los cadáveres empiezan a aparecer en cuanto se pone fin al gratis total, en cuanto baja la marea. Esto es lo que solo está comenzando a pasar en la banca regional americana, que lleva tomando opciones equivocadas durante demasiado tiempo.
Y no me refiero sólo al colapso de Silicon Valley Bank o a la caída en picado de las acciones de First Republic. Detrás de ellos vendrán otros, producto del maná del que han disfrutado hasta ahora y de la falta de control, vigilancia y regulación por parte de los organismos encargados de esta función. Y no es descartable que suceda también en Europa, donde hasta ahora hemos visto episodios como el de Credit Suisse o el de Deustche Bank, pero que está poblada de una miríada de entidades excesiva y probablemente con balances poco sanos. Tanto en Francia como en Alemania hay más de mil bancos. ¿Tenemos la certeza de que todos ellos cumplen con los estándares de capital y de solvencia como para soportar un cambio radical de las reglas del juego y funcionar de la misma manera con unos tipos de interés que pueden llegar al 4% o más? No.
De momento, el periodo de transición está siendo ordenado y tanto la Reserva Federal como el BCE semejan estar monitorizando bien el nuevo paradigma, evitando contratiempos de importancia. Pero todos sabemos ya desde la hecatombe del Banco Popular aquí, y después con lo sucedido hasta la fecha en América lo rápido y fácil que se vacía un banco, colapsa y se hunde. Basta con que se instale la desconfianza general entre los clientes y que éstos empiecen a sacar aceleradamente sus depósitos en busca de refugios que consideran más sólidos y a resguardo de las inclemencias. Una oleada de este tipo es difícil de detener, y así se está comprobando con First Republic, donde la aportación solidaria de liquidez de otras entidades financieras no está pudiendo contener la hemorragia.
En España tenemos de momento suerte, y esto se lo debemos básicamente al Gobierno del Partido Popular de Mariano Rajoy y en particular a su ministro de Economía Luis de Guindos -hoy vicepresidente del BCE-, que consiguió liquidar las cajas con problemas y liderar un proceso de concentración bancaria hasta dejar el número de bancos en poco más de una decena. De momento todos ellos, salvo el caso sangrante del conflicto de gestión en Unicaja, parecen gozar de buena salud.
Pero la subida de los tipos de interés no sólo está teniendo consecuencias imprevisibles sobre el sector bancario, y obliga a las instituciones a sanear sus balances y corregir las debilidades provocadas por una etapa de lasitud extrema, sino que ha empezado a presionar la política fiscal. La deuda pública acumulada por los gobiernos europeos, y en especial por algunos como el de España, es gigantesca. El déficit sigue descontrolado, en nuestro caso azuzado por la cercanía de las elecciones y un presidente irresponsable dispuesto a avivar los instintos más primarios de los ciudadanos e instalarlos en la dependencia absoluta del presupuesto del Estado. Y los países más decentes, más limpios y más comprometidos con la estabilidad están ya cansados de pagar con sus impuestos, no ya los gastos que deben soportar en sus predios sino los caprichos populistas de Sánchez y compañía. La Comisión Europea ha empezado a exigir a los estados que vayan reduciendo sus desequilibrios presupuestarios porque están convencidos de que, en caso contrario, no sólo la política de subidas de tipos de interés será más intensa y prolongada de lo debido sino porque la posibilidad de incurrir de nuevo en una crisis de la deuda en las naciones más frágiles de la zona euro, entre las que está la nuestra, no es en absoluto descartable.
Ante las urgencias de Bruselas, la vicepresidenta Calviño ha enviado el programa de estabilidad para los próximos años. En él adquiere compromisos que sólo podrá cumplir el partido que gane las próximas elecciones, de manera que el actual, que ha incurrido en el despilfarro más absoluto, se irá de rositas después de haber dejado el hogar patas arriba. Calviño promete un ajuste del gasto de 20.000 millones en dos años -a buenas horas- pero sobre previsiones que jamás se cumplirán: un crecimiento del PIB del 2,1% durante este ejercicio en el que nadie, ni servicio de estudios doméstico ni organismo internacional alguno cree, una aceleración de la creación de empleo delirante, una vez que la contrarreforma laboral de Yolanda Díaz está ya demostrando su inefectividad, su imprudencia y su carácter destructivo, así como una reducción de la tasa de paro hasta el 10% en 2026 justo unos días después de que el FMI haya pronosticado que permanecerá rozando el 13% hasta 2028. La potencia para la imaginación y la mentira de Sánchez y de sus títeres es inaudita. Imbatible.
Pero el asunto incontestable es que estamos ante un tiempo completamente nuevo que tardaremos en digerir, que comporta exigencias olvidadas por todos, un cambio de modelo hacia la normalidad abandonada desgraciadamente durante décadas, en el que no tiene cabida el socialismo anacrónico y radical de Sánchez, el fin de un espejismo demasiado costoso en términos económicos que costará reparar y que tocará, Dios quiera, al Partido Popular. Algo que convierte en ridículo, irrisorio y entre cómico y grotesco el lema que Sánchez parece haber adoptado para su campaña electoral: «Hemos demostrado que gestionamos mejor la economía que la derecha». Sinceramente, nuestro querido presidente ha alcanzado un trastorno mental de difícil tratamiento.
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