Opinión

El feminismo radical y las brujas de Salem

Me siento, recién levantada, frente a vosotros con este primer café del día, bien cargado y todavía caliente. Os miro y pienso en hasta qué punto merece la pena complicarme la vida defendiendo en voz alta unas ideas que, en general, no son muy bien recibidas. Y entonces escucho esas risas, abiertas, sanas, limpias, de dos niños despiertos y felices y todo cobra sentido. Tenéis la fortuna de haber nacido en un mundo en el que a ningún hombre se le pide que comparta las opiniones del resto de sus congéneres. Por ello entenderéis, algún día, que vuestra madre se empeñe en defender que a las mujeres, por serlo, no se nos presuponga lo contrario. Las mujeres tenemos visiones, opiniones y sensibilidades muy diferentes entre nosotras sobre un mismo tema, sin que por defecto tenga que ser lo opuesto a la visión masculina del mismo. No somos clónicas, ni operamos, ni sentimos, ni reaccionamos con idéntica perspectiva o intensidad ante las cosas y no todas las que discrepamos de lo políticamente correcto lo hacemos como rehenes de una pretendida educación patriarcal. Como si no existiesen los matriarcados. A vosotros que sois gallegos —como vuestra madre— os lo van a contar…

Cien francesas. Un manifiesto molesto. No son las primeras. Hace un año, algunas españolas lanzamos y firmamos un texto en el que nos rebelábamos contra el uso de las mujeres como concepto de un bloque monolítico de pensamiento. Las mujeres en plural —colectivo cero— integramos un cuerpo ideológico diverso en el que muchas mantenemos intacta la voluntad de preservar nuestras libertades individuales, incluso cuando éstas pasen por la capacidad de elegir si queremos o no participar de determinadas propuestas y cómo enfrentarnos a quienes nos las hacen o del modo en que preferimos rechazar las que consideremos más o menos incómodas, inapropiadas o deshonestas.

La verdad oficial, sin embargo, impone por decreto que comulguemos sin rechistar con la defensa de la igualdad real desde una única perspectiva y que ésa sea la que afirma sin despeinarse que todos los hombres sois unos cerdos. ¿Nos hemos vuelto locos? No cualquier insinuación, ni cualquier gesto de coqueteo es acoso, ni mucho menos. Decirlo no significa silenciar la realidad de la sumisión, de las agresiones, de la violencia que todavía existen contra muchas mujeres en muchas partes del mundo pero tampoco permitir que sirva como excusa para plantear una causa inquisitoria general que censure cualquier expresión de deseos en el ejercicio de la libertad sexual y de las relaciones interpersonales. No seamos nosotras las paternalistas. Cuando se convierten las pretensiones propias, por muy necesarias y correctas que sean, en el modo de imponer al resto del mundo una forma de pensar homogénea se corre el riesgo no sólo de perder la razón, sino de pasar de valientes a inquisidoras soviéticas de nuestras discrepantes al más puro estilo de los ajusticiamientos de las brujas de Salem.

El derecho penal nunca había sido antes un derecho de autor —ni debería serlo en el contexto del ordenamiento jurídico de ningún Estado de Derecho que se precie— pero hemos caído en tal exceso de celo que criminalizar a ciertos grupos previa y convenientemente aislados y etiquetados —para acusarlos de un comportamiento delictivo no por lo repugnante que hacen algunos de sus individuos, sino por lo que son sus miembros— se ha convertido en lo ordinario. Nos hemos abandonado a una afición tan enfermiza y preocupante que normalizamos los linchamientos colectivos, los tribunales populares y las cazas de brujas. Lejos de pelear por la Justicia y garantizar la certeza de las acusaciones y la carga probatoria, presumimos por principio de la verdad de algunas denuncias en función de quién las emita si pertenece a determinadas “minorías oprimidas”. Las mujeres no nacemos víctimas. Podemos ser lo que nos propongamos. El feminismo defiende la búsqueda de la igualdad sin anular la libertad. La justicia tiene lagunas y defectos, pero ello no justifica nunca que la tomemos por nuestra cuenta, no lo olvidéis nunca.