Opinión

Los empresarios se plantan y ganan la batalla

Los empresarios y los sindicatos han llegado a un acuerdo salarial para los próximos tres años, y creo que a pesar de mis reticencias a cualquier clase de pacto entre los que crean riqueza y los que quieren destruirla -los inefables interlocutores de los trabajadores españoles-, la jugada ha salido bastante bien. Me parece que han ganado las empresas, y que los señoritos Pepe Álvarez y Unai Sordo han plegado velas después de una campaña brutal contra la patronal, que ha sido en buena parte alentada por el Gobierno, con el presidente Sánchez y la ministra Díaz a la cabeza. Los dos han salido perjudicados por este acuerdo que demuestra que los empresarios no son esos seres codiciosos e inflexibles que conspiran contra el socialismo en el poder, sino gente con sentido común que desea el cierre de las hostilidades y una cierta paz social si ésta se atiene a reglas razonables y prudentes.
Particularmente, la paz social no me preocupa en absoluto porque estamos acostumbrados a la guerra cada vez que la izquierda no consigue sus objetivos, o satisface sus caprichos, pero es verdad que quizá la conflictividad en las calles podría ir aumentando en pleno proceso electoral, y que una vez rubricado el acuerdo el PP puede respirar tranquilo en el caso de que gane las próximas elecciones generales, porque no hay duda de que si esto es así, en ausencia de un llamado pacto de rentas, estos chicos paniaguados, venales y adictos a la subvención pública habrían corrido a quemar las iglesias. Imagino que el mandarín Sánchez debe estar rabiando. No ha podido hacerse la foto de la firma del acuerdo, por imposición de Garamendi -que ha aprendido mucho de todo lo que le han engañado antes y está más fino que nunca-, ni, por tanto, explotarlo electoralmente. Además, las subidas salariales establecidas han quedado lejos de las pretensiones de la vicepresidenta Díaz, así como de las aspiraciones sindicales, que viene a ser lo mismo.
Reconozco que esta marcha atrás de Álvarez y Sordo me sorprende. Presumo que el análisis que hacen en sus despachos sobre la evolución del mercado laboral es sensiblemente más discreto del que refleja la trompetería del Gobierno y que, en esta ocasión, casi inédita desde hace años, han tratado de evitar a toda costa un mal pleito y asegurar el edificio. No me gustan los acuerdos salariales ni tampoco la paz social en el sentido en el que la interpretan los sindicatos, porque soy un firme partidario de la libertad de negociación entre las partes, entre las empresas y los trabajadores, que afrontan siempre situaciones diferentes y circunstancias específicas que exigen soluciones particulares, y a los que una directiva centralizada no puede hacer otra cosa que perjudicar.
Tampoco me gusta una subida salarial generalizada que muchas compañías no se pueden permitir, salvo a costa de reducir su plantilla, porque la tasa de paro en España continúa por encima del 13%, sigue siendo la más elevada de la zona euro, y porque además coincide con una falta alarmante de mano de obra en sectores tan importantes en nuestro país como el turismo, la hostelería o la agricultura. Cuando esto sucede al mismo tiempo es porque el mercado laboral tiene fallos graves que ningún Gobierno, ni mucho menos uno socialista, se ha propuesto jamás en serio a corregir. Si esto ocurre es porque hay mucha gente que renuncia a ingresar en el mercado laboral legal porque obtiene ingresos en cantidad suficiente para sobrevivir, provenientes, de manera inoportuna, del presupuesto público -a través de las subvenciones y de las ayudas más variopintas- o porque muchas compañías han decidido prescindir de parte de sus empleados, a los que no pueden sostener con salarios tan elevados sin menoscabar gravemente su margen y abocar a la compañía a la quiebra.
Dicho esto, las subidas acordadas del 4% en 2023, y del 3% sucesivamente en los dos años siguientes son aceptables, digamos que no son irracionales, teniendo en cuenta que se trata de una guía que no es de obligado cumplimento, y que tendrán que ser decididas sobre la marcha para asegurar la sostenibilidad de las sociedades y no poner en peligro su cuenta de resultados y su viabilidad. Las subidas no son en todo caso inocentes. Bordean la inflación que se prevé al menos durante este año, pero se aventuran en terreno ignoto durante los dos próximos ejercicios, que serán inciertos a causa de las incógnitas sobre la marcha de la guerra de Ucrania y la imprevisibilidad de los acontecimientos debida al albur natural de la vida.
Lo que sí está claro es que este acuerdo que han ganado de calle los empresarios frente al Gobierno, los sindicatos y toda clase de elementos en contra no ayudará demasiado al control de los precios y hará más difícil que la inflación baje hasta el 2%, el objetivo que persiguen las subidas de tipos de interés del Banco Central Europeo. Démonos un respiro, pese a todo. Garamendi, que me ha decepcionado tantas veces, cuando se plegó a la reforma laboral de la comunista Díaz o aceptó las subidas iniciales del salario mínimo, en esta ocasión me ha sorprendido. Ha recibido tanta cera por parte del Gobierno y tantas presiones internas, en un caso a pesar de su natural condición pactista, y dentro de CEOE precisamente por su sumisión lanar al poder político en los momentos más aciagos de la pandemia y de la crisis económica aguda, que parece haber escarmentado definitivamente. Ha ganado en escepticismo, sabiduría y perspicacia, y por eso ha vencido esta batalla, que era crucial. Pero que no será la última. La guerra continúa. La beligerancia de Sánchez, sobre todo si ve peligrar su futuro en La Moncloa como es el caso, promete darnos grandes tardes de gloria y motivos para que Garamendi se afiance y reivindique.