Opinión

Diez días a bordo

¿Qué es el comfort? Es el voluptuoso culto a la sensualidad honesta que subyuga a las sociedades contemporáneas. El objetivo fundamental es que el hombre distraiga su caprichosa imaginación con la histérica necesidad reinante de cambiar continuamente de panoramas, sensaciones, afectos y estímulos. La única verdad de la vida está en vivirla. ¿Qué otro sentido puede hallar una persona del mundo desarrollado que vivirla lo mejor posible? Se trata de conseguir que el hombre nazca sin dolor de la madre, que muera sin agonía y, puesto que aún no ha conseguido la fórmula de prolongar eternamente la vida, se conforme con establecer el placer sin interrupción por medio de la fórmula Voronoff.

Amenazada por no cumplir con las premisas establecidas en nuestra sociedad, embarqué hace unos días en un trasatlántico recién salido del horno. El exclusivo y sofisticado barco –seis estrellas- me permitió vivir experiencias muy enriquecedoras y, sobre todo, comprendí que diez días a bordo de un barco son toda una pequeña vida, en la que éste se convierte en una ciudad flotante, con familias y jerarquías sociales que nacen de manera espontánea.

Si los grupos sociales primarios se forman, tradicionalmente, según la educación, los intereses y las aficiones de sus componentes, en aquellos días a bordo pude ver con claridad más detalles sobre la forma de relacionarse del género humano. Así, comprobé cómo aquel que se caracteriza por su espíritu utilitario pretendía sacar provecho de la experiencia, el curioso investigaba y observaba hasta llegar a la indiscreción, el sensual exprimía las sensaciones y planteaba posibles conquistas, el misántropo se aislaba, el jugador jugaba y el bebedor bebía.

Una mañana, en la zona de golf, entablé una conversación con un señor cuyo apellido era Vanderbilt. En el océano suelen nacer estrechas y duraderas amistades. A los pocos días, todos son amigos o, al menos, todos saben algo de todos. Es necesario, además, proporcionar distracción para las largas horas de travesía. Mi conversación con este señor de elegante aspecto de intelectual superior discurrió mientras la mar, tersa e inmóvil, reflejaba un cielo azul sin nubes. El barco, consciente de su superioridad manifiesta, se deslizaba sobre las aguas sin vibraciones ni balanceos.

Vanderbilt me decía que las termas de Caracalla languidecían ante la piscina infinity de nuestro barco, que era entonces nuestra vivienda común. Él decía que era una aberración estética permitirse embarcar en él sin tener un cuerpo bonito; lo consideraba una soberbia impropia de una persona con clase y delicada. «El esteta debe comenzar por sí mismo». No se refería a la edad, puesto que él ya había pasado con creces el medio siglo, ni a la perfección ósea, a pesar de estar dotado de un cuerpo apolíneo, su aseveración estaba encaminada a la armonía y a un meticuloso cuidado personal que se pudiera exteriorizar, dando así rienda suelta a ese voluptuoso culto a la sensualidad honesta con la que comencé este artículo.

Dos días más tarde, volvimos a hacer alarde de nuestra empatía. Él leía la biografía de Harry, mientras su mayordomo personal le daba unas explicaciones al oído. Me llamó la atención cómo leía, oía y miraba a su alrededor, todo a la vez. Así fue que me vio y se acercó a manifestarme que en la cena de gala quería sentarse en mi mesa. Le dije que sería un placer su compañía. Entonces, empleando un tono que hacía honor a la ascendencia irlandesa materna, me dijo: «Perfecto. Ahora, si me lo permites, voy a desvestirme». Se quitó el albornoz y se zambulló en las aguas celestes de la piscina.

Algún oficial vestido de blanco que lucía en la frente el escudo de la compañía sonrió divertido ante la escena. No entrevió que ese ser elegante, galante y frívolo, como todos los príncipes nulos, no había encontrado en su corazón la antigua costumbre de obedecer a su raza, y que no sería más que una firma entre las manos de la autoridad reinante: el confort.