Opinión

Cuando ayudar a un hijo se convierte en un problema fiscal

En los últimos años, la Agencia Tributaria ha intensificado la vigilancia sobre las ayudas económicas periódicas que muchos padres realizan a sus hijos para pagar el alquiler, cubrir gastos básicos o, simplemente, llegar a fin de mes. El criterio administrativo es conocido: si no existe una obligación legal expresa, esas transferencias pueden calificarse como donaciones y, por tanto, quedar sujetas al Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones. Esta persecución la quiere intensificar a partir de 2026, es decir, dentro de unos días.

Conviene decirlo con claridad: perseguir fiscalmente las ayudas familiares ordinarias es un error profundo, tanto desde el punto de vista económico como social. Y, además, revela una desconexión preocupante entre la realidad de los hogares españoles y la lógica recaudatoria de la Administración.

1. La realidad económica que Hacienda parece ignorar

España es un país con salarios bajos, alquileres elevados y un mercado laboral precario para los jóvenes. La emancipación tardía no es una elección cultural, sino una consecuencia económica. En este contexto, las ayudas de padres a hijos no son un lujo ni una estrategia de planificación fiscal: son, sencillamente, un mecanismo de supervivencia, como lo fue la ayuda familiar recibida por tantas personas en la crisis que hubo entre 2007 y 2014, sin la que muchas personas no habrían podido subsistir.

Miles de familias complementan mensualmente los ingresos de sus hijos para que puedan pagar un alquiler, mantener un mínimo nivel de vida o evitar el endeudamiento. Sin estas transferencias privadas, la alternativa sería clara: más dependencia del Estado, más subsidios o, directamente, exclusión social. Resulta paradójico que, mientras se proclama la importancia de la «solidaridad», se intente penalizar fiscalmente su manifestación más elemental, que es la solidaridad familiar.

2. Ayuda familiar no es donación en el sentido económico relevante

Desde un punto de vista estrictamente jurídico-tributario, la Administración se ampara en una definición formal: toda entrega de dinero sin contraprestación puede calificarse como donación. Pero esta interpretación ignora deliberadamente la naturaleza económica del hecho.

Una donación, en su concepción clásica, implica un incremento patrimonial duradero en el beneficiario. No es eso lo que ocurre cuando un padre transfiere 300, 500 u 800 euros mensuales para pagar un alquiler que se consume inmediatamente. No hay acumulación de riqueza. No hay ahorro. No hay patrimonio nuevo. Hay gasto corriente.

Equiparar estas ayudas a una donación patrimonial es confundir una transferencia de renta intra-familiar con una transmisión de riqueza. Es una distinción fundamental que el sistema fiscal debería respetar.

3. El impuesto sobre donaciones: un tributo ya de por sí cuestionable

El problema se agrava porque el Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones es, probablemente, uno de los impuestos más desiguales y arbitrarios del sistema español. Su aplicación depende de la comunidad autónoma, generando diferencias enormes entre territorios. La misma ayuda puede tributar mucho, poco o nada según el lugar de residencia. Además, ¿hasta qué punto debe existir este impuesto? ¿Por qué el Estado ha de quedarse con el fruto de un patrimonio por el que ya se ha pagado por renta y por patrimonio? Es impuesto desigual, pero, sobre todo, es un impuesto injusto que no debería existir.

Introducir en este impuesto injusto las ayudas familiares ordinarias supone ampliar un tributo ya problemático a una realidad cotidiana, creando inseguridad jurídica Además, obliga a familias normales a enfrentarse a trámites, liquidaciones, sanciones potenciales y asesoramiento fiscal, por el simple hecho de ayudarse entre sí.

4. El mensaje implícito: «No ayudes, o paga»

La consecuencia práctica de esta persecución es un mensaje implícito profundamente perverso: si ayudas a tu hijo, Hacienda quiere su parte. Y si no puedes o no quieres asumir ese coste fiscal adicional, la alternativa es clara: no ayudar.

Esto no sólo es socialmente insensato, sino económicamente contraproducente. La ayuda familiar reduce la presión sobre el gasto público, amortigua crisis personales y permite una transición más ordenada hacia la autonomía económica. Penalizarla es dispararse en el pie.

En términos estrictamente fiscales, además, resulta incoherente: el Estado deja de ingresar por un lado (menos consumo futuro) y fuerza, potencialmente, mayor gasto público por otro.

5. Una Administración que persigue lo fácil

Como ocurre con otras figuras discutibles, la persecución de estas ayudas responde a una lógica sencilla: es fácil. Las transferencias bancarias dejan rastro, los contribuyentes están identificados y el margen de defensa es limitado. No hay grandes estructuras ni planificación agresiva. Hay familias normales.

Pero la facilidad recaudatoria no justifica la injusticia. Un sistema fiscal serio no puede basarse en exprimir lo visible y lo débil, mientras tolera o es incapaz de abordar problemas de mayor calado.

6. El criterio alternativo: sentido común y seguridad jurídica

La solución no requiere grandes reformas ni complejas figuras técnicas. Bastaría con introducir un criterio claro de no sujeción para las ayudas familiares periódicas destinadas a cubrir gastos ordinarios de subsistencia, al menos hasta ciertos límites razonables.

Se podría exigir, si se desea, cierta justificación del destino (alquiler, manutención, estudios), pero no tratarlas como donaciones patrimoniales. Eso devolvería seguridad jurídica a millones de familias y alinearía la norma con la realidad económica.

Otros países distinguen claramente entre transferencias patrimoniales y ayudas familiares ordinarias. España debería hacer lo mismo si aspira a un sistema fiscal mínimamente racional.

7. El trasfondo del problema: un Estado que no confía en la familia

En el fondo, esta cuestión revela algo más profundo: una desconfianza estructural hacia la autonomía familiar. Se acepta que el Estado redistribuya, pero se mira con recelo que lo hagan los propios ciudadanos entre sí, incluso dentro de la familia.

Es una visión empobrecedora, que ignora que la familia es el primer y más eficiente mecanismo de solidaridad. Penalizarla fiscalmente no es progresismo ni justicia social: es miopía económica.

Perseguir las ayudas mensuales de padres a hijos como si fueran donaciones es una deriva injusta, desconectada de la realidad y fiscalmente torpe. No se está combatiendo el fraude ni mejorando la equidad; se está castigando la normalidad.

Si el sistema tributario español quiere recuperar credibilidad, debería empezar por respetar algo tan básico como esto: ayudar a un hijo a vivir no es un acto de riqueza, sino de responsabilidad. Y no debería ser tratado como un hecho imponible. Adicionalmente, si quiere que no sean necesarias esas ayudas, debería realizar reformas que impulsen un crecimiento productivo, que permita generar mayor valor añadido y los consiguientes mayores salarios; reformar la ley del suelo y su burocracia para abaratar el problema de la vivienda; y bajar los impuestos con los que esquilma a los contribuyentes. Si hiciese todo eso, seguro que no haría falta recurrir a la familia para llegar a fin de mes, cosa que también el Gobierno quiere gravar ahora.
Muy feliz Navidad para todos los lectores.