Opinión

Las consecuencias del sanchismo

De las múltiples derivadas y análisis que se me ocurren sobre la investidura de Pedro Sánchez, me voy a centrar en dos cuestiones: la primera es la falta de escrúpulos de un candidato a la presidencia del Gobierno que convoca unas elecciones generales para evitar una coalición con los populistas e independentistas y, secuestrando la voluntad de los suyos en las urnas, pone en marcha  finalmente un gobierno en coalición con los primeros y apoyado por los segundos; y, por otro lado, el daño irreversible que ha hecho a España someter la defensa de los intereses generales a las necesidades presidenciables del flamante Sánchez. El primer asunto es un problema de credibilidad personal, la del propio Sánchez y la de todos esos que han clamado por el derecho a la verdad y que ahora repliegan sus plumas ante el nuevo gobierno. El segundo es más grave, es una traición cuyas consecuencias pagaremos más pronto que tarde.

La decisión del Tribunal Supremo de despenalizar el delito de rebelión, supeditando su aplicación a la existencia de una conspiración militar, sume a España en la peor de las desprotecciones porque, de facto, arrastra a todos los tipos penales que salvaguardan al Estado de los delitos más graves como, por ejemplo, es también el delito de alta traición. Es un anacronismo considerar que, en plena revolución tecnológica y de las comunicaciones, las amenazas sólo pueden llegar de la mano de un uniforme militar o de un ejército extranjero. Es difícil que veamos a un español facilitando “al enemigo la entrada en España, la toma de una plaza, puesto militar, buque o aeronave del Estado o almacenes de intendencia o armamento” como dice nuestro Código Penal en parte de su articulado referido a la alta traición. No estamos en el siglo XX, las cosas ya no funcionan con tanques o invadiendo el espacio aéreo. Ahora se negocian acuerdos e investiduras con golpistas, convictos o fugados.

Tampoco debería el constitucionalismo generar expectativas sobre una presumible inconstitucionalidad en las actuaciones de Sánchez, se equivocan: primero, hemos visto como la Constitución es hoy un concepto discutido y discutible; segundo, la Esquerra sabe que no está en disposición de afrontar una independencia real en estos momentos; y, tercero, Sánchez no pretende ser incomodado por alguna voz disonante del Poder Judicial. Lo que ha ocurrido esta tarde es que el eterno candidato Sánchez ha recogido los frutos de su impagable ayuda al independentismo: el blanqueamiento de los delincuentes. Nada más, pero nada menos.

El asunto más preocupante es que, con el único paraguas de una Unión Europea infiltrada y tambaleante, España se ha introducido en un callejón sin salida: ¿Por qué debería otro Estado deslegitimar lo que un presidente del Gobierno ha legitimado?; ¿por qué los tribunales europeos deberían avalar lo que las propias instituciones españoles han cuestionado? Habrá un antes y un después de Sánchez en el cruzada del independentismo fuera de nuestras fronteras y ésa es la mayor línea roja que ha pisoteado. El independentismo ha obtenido una victoria moral entre su público objetivo, ha logrado cambiar inercias en el complicado tablero diplomático, ha desgastado al Estado español y mantiene sus estructuras intactas para avanzar hacia el órdago definitivo. Al secesionismo le ha salido redonda su estrategia gracias a la ambición sin límites de Pedro Sánchez y una extrema izquierda barnizada de progresista. A partir de este momento, procedamos con calma e inteligencia.