Opinión

Cómo acabar de una vez por todas con la cultura

  • Pedro Corral
  • Escritor, investigador de la Guerra Civil y periodista. Ex asesor de asuntos culturales en el gabinete de presidencia durante la última legislatura de José María Aznar. Actual diputado en la Asamblea de Madrid. Escribo sobre política y cultura.

He tomado prestado para este artículo el título en español del desternillante libro Getting Even, de Woody Allen, en el que hacía una desenfadada caricatura de los tópicos del mundo cultural. Me he acordado de esta serie de relatos del realizador de Annie Hall ante el Plan de Derechos Culturales presentado por el ministro del ramo, Ernest Urtasun, como proyecto fundamental de su mandato en la plaza del Rey.

La cultura en su más auténtica expresión es un ejercicio por y para la libertad, tanto de creadores como de público. Sin esa vocación de libertad no hay cultura que pueda considerarse como tal.

El plan del Gobierno de Sánchez, por el contrario, declara la cultura como una «herramienta transversal» para implantar una pretendida visión hegemónica del mundo con el pretexto de dar respuesta a los desafíos de nuestro tiempo, como la igualdad entre hombres y mujeres o la protección del medio ambiente.

Curiosa forma de soslayar que hay otros instrumentos de gestión pública, no sólo los presupuestos de cultura, para afrontar estos retos, ante los que por cierto el Gobierno no anda muy atinado precisamente. Véanse los dañinos efectos de su ley del solo sí es sí en lo referente a la violencia sexual contra las mujeres o su tibia actitud ante una gravísima emergencia nacional como la actual ola de incendios.

El enunciado de la presentación de Urtasun según el cual «hay en cada manifestación cultural una vibrante razón de Estado» invita ya a recelar de un plan que expresaría más la voluntad de encarrilar las conciencias de creadores y público a gusto de una determinada doctrina de partido, que el ánimo de garantizar la pluralidad de miradas sobre el mundo.

Parece que la cultura se proponga como el instrumento para achicar las mentes de los ciudadanos a través de consignas, en vez de para ampliar sus espacios de conocimiento, reflexión y crítica.

La supuesta justificación del plan es incuestionable: el fomento de la participación de los ciudadanos en la vida cultural, principio recogido en el artículo 9.2 de la Constitución y vinculado también al artículo 44.1 sobre la responsabilidad de los poderes públicos a la hora de garantizar el acceso de los españoles a la cultura.

Ha habido una labor de preparación previa del documento con trece grupos de trabajo formados por expertos y una veintena de asociaciones del sector. Pero es inevitable pensar que Urtasun y su equipo venían ya con ideas preconcebidas.

A la motivación principal de los declarados «derechos culturales», como es la participación ciudadana en la vida cultural y en las políticas públicas en la materia, se le dedican solo veinticinco páginas, la mitad de la extensión de algunas referencias de los consejos de ministros, mientras que ocupa casi el doble de páginas la utilización de la cultura para modelar la sociedad de acuerdo con la ideología que se pretende dominante.

Los análisis previos incluyen una crítica a la acción cultural pública que atañe también a la labor del Ministerio de Cultura y su política de subvenciones. Así, se reconoce que «cuando entre la ciudadanía se instala la percepción de que las políticas culturales solo benefician a un sector muy específico, crece el porcentaje de personas que interpretan que el gasto público en cultura no es una inversión que genere beneficios para el conjunto de la sociedad sino un gasto prescindible».

Las películas que reciben mucha más subvención ministerial que lo que después recaudan en los cines podrían ser un buen ejemplo de esta desconfianza, sobre todo si su realizador se manifiesta después como un consumado vocero gubernamental. Sin embargo, el plan no establece ninguna medida para combatir el uso del presupuesto de cultura para beneficiar a una determinada casta.

Por lo demás, resulta insólito leer en un documento del Gobierno de Pedro Sánchez que se pretende combatir la «brecha territorial» respecto de la cultura, cuando el mismo Gobierno propone y defiende la voladura de la «caja común» de Hacienda para consagrar los privilegios de una de las regiones más ricas a costa de las más pobres sólo con el fin de contentar a sus socios ultranacionalistas.

Mientras Urtasun se saca de la chistera un plan contra las desigualdades sociales y las brechas territoriales en el campo de la cultura, defiende al mismo tiempo que su propio Gobierno esté martilleando los clavos del ataúd de los principios de igualdad y solidaridad entre españoles consagrados en la Constitución.

No va a existir mayor amenaza en España para los pretendidos «derechos culturales», y sobre todo para las políticas culturales públicas, que la consagración de un sistema de financiación que premie al potentado que dilapida en sus «embajadas» por medio mundo y castigue al vulnerable que gasta eficientemente en sus bibliotecas de barrio.

Más allá de esta esencial contradicción, el Plan de Derechos Culturales trasluce también una voluntad de acabar de una vez por todas con la cultura española. Es muy llamativo que el plan del Ministerio de Cultura evite toda declaración de reconocimiento a España como una nación con una de las mayores herencias culturales del mundo.

Ni una palabra contiene el plan sobre la condición de los españoles como depositarios de un gran legado de civilización, que hoy se acrecienta en los cinco continentes a través del español, compartido por cerca de 600 millones de hablantes.

Muy al contrario, en el apartado sobre el «plurilingüismo» se defiende el respeto a las lenguas oficiales en sus respectivas regiones según sus Estatutos, pero no se dice nada del respeto al castellano, lengua oficial del Estado, en las comunidades donde es perseguida en la educación en contra de la ley y las sentencias judiciales.

Más llamativo aún es que, en las doscientas once páginas del documento de Urtasun, solo se utilice en una ocasión, y peyorativamente, el término «cultura española», así escrito, entre comillas, como una idea artificiosa sin sujeción a la realidad. La cultura española es considerada además como un concepto excluyente fruto de «narrativas históricas u oficiales», en el que «un porcentaje significativo de la población no se siente representado».

No detalla el documento amparado por Pedro Sánchez cuál es ese «porcentaje significativo» de españoles que no se reconocen en la cultura española, un término de alcance universal, siempre vivo, renovado y palpitante, que siempre ha demostrado, en castellano, gallego, catalán o vasco, su más auténtica fecundidad en contra de lo oficial y de lo establecido.

Quizás sea por eso mismo por lo que el Gobierno pretende acabar de una vez por todas con ella, más allá de la inquina del ministro contra el arte taurino que inspiró a Goya, García Lorca, Picasso o Miguel Hernández. Porque la cultura española ha sido rebelde, desde Zalamea a Fuenteovejuna, desde el esperpento valleinclanesco a los «putrefactos» del 27, a todo aquello que hoy representan precisamente Sánchez y Urtasun y su obsesión por jibarizar el legado universal de España en la literatura, las artes y el pensamiento.

Habría que recordarles la sentencia de Unamuno, que aseguraba que «soy vasco y por ello, doblemente español», condición que el viejo rector de Salamanca asignaba también a Joan Maragall, de quien decía que «a fuerza de catalán, era honda, íntima, entrañablemente español». ¡Pero, quia, qué tendrán que ver Unamuno y Maragall con los “derechos culturales”!