Opinión

Celaá y sus progresores

Tras asesinar ETA al padre de un compañero de clase, Cris, una alumna de la novela Mejor la ausencia (Edurne Portela, 2017), propone guardar un minuto de silencio; pero el profesor se niega diciendo «no es asunto mío lo que pase fuera de esta aula. Aquí estudiamos Filosofía», a lo que Cris le contesta «Cuando a ti te da la gana» y, dolida con el profesor y con sus pasivos compañeros, abandona el aula con un portazo.

Es difícil tener tanta personalidad como Cris y más difícil es que los profesores, y más aún los colaboradores activistas de organizaciones de todo tipo, eviten transmitir su ideología. Estos, bien por omisión como el profesor de la novela, bien por acción, como parece que quieren algunos, «tienen en su mano la llave que abre a cada generación el acceso a una representación del universo -nos decía Revel (El Conocimiento Inútil, 1989)-, desde los más humildes maestros de las escuelas elementales hasta los más esplendorosos y célebres profesores de universidad, pasando por los que son, tal vez, los más influyentes en la visión del mundo de una sociedad: los maestros de segundo grado”.

Conozco a muchos y grandes profesores que, como todos, tienen su credo y su ideología, pero que enseñan a pensar y a hacerse preguntas antes que a contestarlas. Sin embargo, también sé de muchos que se empeñan en usar su poder de influencia para inocular mantras y sesgos y despertar emociones ante sus propias pasiones o censurar al disidente.

Y qué quieren que les diga, por mucho que pienso, todos los que así conozco son de la misma cuerda, la “progre”; progresores, podríamos decir. Tenía razón Revel cuando se preguntaba «Por qué los maestros, en todos los países democráticos, odian a tal punto la sociedad liberal y, para hablar concretamente, votan notoriamente más a la izquierda que la media de la sociedad de la que son miembros y cuyos niños instruyen? En el siglo XIX y en el curso de la primera mitad del siglo XX, a menudo era el ejército quien se desviaba peligrosamente de la corriente principal de la opinión pública, hacia la derecha y la extrema derecha. Hoy, son los profesores, hacia la izquierda y la extrema izquierda».

Así las cosas, mientras esto no cambie, mientras en las aulas haya más progresores que profesores y acudan invitados especiales, para dar la matraca según la agenda política del momento, siempre puede hacer como decía Mark Twain: no permita que la escuela entorpezca su educación.

Y para seguir en consejo de Mark Twain debemos diferenciar aquello de lo que es responsable el colegio (la instrucción académica) de lo que es corresponsable (la educación). Pues bien, díganme ustedes como pueden corresponsabilizarse las familias sin herramientas como el pin parental.

Pero claro, eso supondría compartir las decisiones y, quizá, los propagandistas de causas subvencionadas perderían su poder adoctrinador. Eso ya lo sabía Robespierre y los dictadores del siglo XX, con su “Formación del Espíritu Nacional” por ejemplo.

Y lo sabe ahora Celaá y sus nuevos compañeros del Consejo de Ministros con su “Educación para la Ciudadanía” o “Valores éticos”, y no pueden permitirlo. ¡Fuera padres!, libertad ¿Para qué?, terminan siempre preguntándose.

Pero el problema no es el inevitable proceso instruir-educar-adoctrinar propio de toda escuela. Los docentes no son robots y consciente o inconscientemente condicionan ideologías y creencias. El problema es que el Estado sustituya a los padres (salvo que el padre sea rico y pueda escoger un colegio privado) en elegir el modelo y el ideario (o la ausencia de ideario) para sus hijos. Esto no lo hará abiertamente, claro; lo hará restringiendo la oferta, cerrando aulas, bajando ratios para vaciar lo demandado y llenar lo rechazado. Lo hará, esto es lo peor, enfrentando a los distintos modelos de escuela. Y lo hará, lo hace ya, impidiendo el rechazo de las familias a determinadas actividades complementarias.

Por ello, ¡bienvenido el pin parental!