Opinión

Celaá resucita al ateo Puente Ojea

  • Carlos Dávila
  • Periodista. Ex director de publicaciones del grupo Intereconomía, trabajé en Cadena Cope, Diario 16 y Radio Nacional. Escribo sobre política nacional.

En 1985, el peculiar ministro socialista de Asuntos Exteriores, Fernando Morán (“una mosca cojonera” en definición de Alfonso Guerra) se inventó al jefe de los ateos españoles como embajador de España en la Santa Sede. Se llamaba el reputado diplomático Gonzalo Puente Ojea y había sido incluso subsecretario del Departamento. La Diplomacia Vaticana, siempre tan silente, a veces eficaz, y de vocación pastelera, tragó con la designación, no sin antes tomar la decisión (confesión de un arzobispo de aquella Curia) de vigilar muy estrechamente al nuevo representante de España, cosa que no dejó de hacer desde el mismo día en que Puente Ojea aterrizó en Roma. Llegó, se declaró sin ambages ateo militante, delegado de un Gobierno, el de Felipe González, que se iba a cargar el Concordato de 1979, y en días convirtió el fantástico Palacio de la Embajada en un centro de recluta y formación de un curioso ‘lobby’, la Federación Internacional de Ateos que llegó a celebrar años después en Toledo su “Concilio Mundial”, Así, como suena. Instalado ya en la Plaza de España como embajador, hizo unas primeras declaraciones a su periódico de referencia señalando “a la Santa Sede como una anomalia del Derecho Internacional”. El hombre haciendo amigos.

Al poco se enamoró como un pibe y dejó a su señora para amamantarse en los brazos de una segunda, como es lógico más joven y atractiva. Curiosamente fue este asunto el que, al final, le costó el puesto y no los constantes desaires al Papa, al Estado Vaticano y, por entero, a la Iglesia Católica. En el Parlamento español, Felipe González confesó a una caterva de periodistas: “Este hombre no nos crea más que problemas, pero son cosas de Fernando”. O sea, de Morán, del que los socialistas del “complot de la tortilla”, el mismo González, Guerra, Escuredo, Chaves, Galeote y un ginecólogo innombrable por su condición de cenizo, se destripaban de risa glosando sus despistes. Una vez su sucesor en Viana, Franciso Fernández Ordóñez (para él se inventó la condición de tránsfuga) comentó que aún se recordaba cómo en un viaje a Argentina, Morán preparó todas sus intervenciones con la bragueta abierta. Pues bien: Puente Ojea era el enviado especial de Morán para desestabilizar la cuna del Reino de Dios en la Tierra: el Estado Vaticano.

Era un provocador, fue nombrado por eso y para eso, y, tras peripecias y enfrentamientos con la Secretaría de Estado papal, González decidió destituirle a toda prisa, tanto que el nombramiento de su sucesor tardó sólo un día en aparecer en el Boletín Oficial del Estado. Puente Ojea decía de la educación católica que era “una antigualla inasumible en la modernidad”. Es decir, una descalificación que, curiosamente y muchos años después, puede compartir (y comparte) con la nominada por Sánchez, Isabel Celaá,  nueva embajadora de España en el citado Vaticano. Por cierto: con una edad, 74 años de forzosa jubilacion para los diplomáticos profesionales. Los obispos españoles tienen los ojos a cuadros porque se han enterado del caso por la Prensa y porque se temen que esta señora, profesora de inglés es su dedicación habitual, viaje a la capital de Italia con el endoso, encargado por su jefe, de acabar con el antes citado Concordato de 1978. La verdad es que la guechotarra, de extracción monjil (las renegadas son las peores) ya tiene presentada una significativa bibliografía al respecto. Su birriosa Ley que barrenó la de José Ignacio Wert, y que ya está aprobada y lista para ejecutarse, encierra dos notas que ponen a la Iglesia Católica, más ciertamente a la Conferencia Episcopal, de lo nervios: una, es la desaparición de la Religión en la enseñanza como asignatura troncal, de forma que ya no es válida para la media escolar, y otra, es la práctica persecución de la educación concertada que es la que por lo común reina en los colegios de obediencia católica. Eso por no hablar de la eliminación real del español en los centros nacionalistas de Cataluña y el País Vasco, algo que sufren ¡y de qué manera! los centros concertados de estas dos regiones. La Iglesia tiene mucho que negociar con el Gobierno porque, entre otras cosas, la folclórica ministra de Hacienda, alentada claro está por Sánchez, pretende meterle un arreón de muerte a la inmatriculación de los bienes de la Iglesia. Algo que ya empezó a gestionar la mencionada Celaá en sus tiempos de inefable portavoz del Gobierno.

Para menesteres como estos envía el aún presidente del Gobierno a su destituíd ministra de Educación. Tambien para cobrar el IVA a todos los edificios y centros de la Iglesia que no sean estrictamente iglesias. Otro vaparalo muy incompatible desde luego con el actual Concordato, pero ya decimos que Celaá, con su confesión de católica practicante y todo lo que eso acarrea, se va a la Ciudad Eterna para terminar con los medidos privilegios que aún le quedan a la Iglesia Católica en España. Como la susodicha no está sobrada de facundia, según acreditó en sus momentos de Portavocía, lo probable es que en semanas, y en cuanto la Santa Sede la conceda el protocolario placet porque nunca los suele negar, cometará algún desatino verbal como aquel que consagró para siempre su necedad, su sectarismo, y su frivolidad: “Los hijos no son de los padres”, dijo sin que le cayeran los zafiros. Se supone que las suyas pertenecen, vascas al fin, al lehendakari Urkullu.

Sánchez se ha inventado una nueva Puente Ojea para meterle el dedo en el ojo a la Iglesia. Es tan fatuo, tan arrogante y tan estólido, que, con este nombramiento se jacta de poner en su sitio nuestras relaciones con el Estado más influyente del Universo. Para entendernos: para estropear una cosa más. No para este guerrero del antifaz.