Una autonomía de empleados públicos
No hace tanto tiempo Baleares era una tierra que se jactaba con orgullo de deber todo el progreso y la prosperidad alcanzadas a la iniciativa privada, a su dinamismo empresarial y a cierta desconfianza hacia una todavía frugal administración, de ahí el prurito de sus clases medias de no depender de nadie más que de ellas mismas, tampoco de la subvención, un término, por cierto, asociado a la llegada de la autonomía. Esta forma de pensar empezó a cambiar en cierta medida con la transferencia de competencias tan importantes como educación y sanidad, a finales de los noventa.
La derecha sociológica de aquel entonces, así como la clase empresarial y los sectores más dinámicos de la sociedad balear, esperaban una autonomía muy distinta del monstruo en el que se ha terminado convirtiendo. Esperaban una autonomía mucho más liberal, bastante menos intervencionista, menos dirigista, menos asfixiante, de la que no notáramos el soplo de su aliento en el cogote, con una baja fiscalidad, salvaguardadora de los derechos de todos. La cuestión no era el color de la autonomía, si sería de derechas (lo fue durante las cuatro primeras legislaturas, 1983-1999) o de izquierdas (como ha terminado siendo, la izquierda ha gobernado cuatro de las cinco últimas legislaturas), la cuestión era si nuestras élites políticas, universitarias, culturales y burocráticas terminarían aprovechando el marco autonómico y la transferencia de competencias para aumentar su poder a costa de la libertad de los ciudadanos.
Pasados los años, podemos concluir que existen dos cosas que crecen infinitamente: el universo y el poder autonómico. En este sentido, podemos afirmar que nuestra autonomía ha dejado de ser una administración destinada a hacer obras e infraestructuras para convertirse en una administración de empleados públicos. Decía recientemente (Presupuestos públicos y la reforma administrativa, Pep Ignasi Aguiló, mallorcadiario.com) el economista y profesor de la UIB, Pep Ignasi Aguiló, que esta transformación y este traslado de prioridades se debían a la lógica propia de nuestro sistema de partidos que se manifestaba con lógica implacable en la elaboración de los presupuestos anuales.
He comentado alguna vez mi incomprensión por darle tanta importancia a los presupuestos, que a fin de cuentas no son más que una previsión de gastos, y no dársela a su liquidación. El verdadero examen para un ejecutivo no debería ser la aprobación de unos presupuestos sino su liquidación. La razón que aduce Aguiló (al que voy a seguir en lo que queda de artículo) para explicar esta aporía es que la izquierda siempre ha quedado deslumbrada por la rentabilidad electoral que saca de la publicidad del gasto público que, como sabemos, son autorizaciones de gasto o «derechos adquiridos» detrás de los que hay una obligación de alguien que va a tener que pagarlos, pero dejemos esta última inconveniencia para lenguaraces liberalotes como Javier Milei, uno de esos políticos con mala prensa precisamente por su mala costumbre de decir la verdad.
El tan cacareado principio de consolidación presupuestaria conduce precisamente a consolidar estos «derechos adquiridos» año tras año, una vez has conseguido incluir alguno de estos derechos en el presupuesto de gasto (lo importante es entrar, una vez dentro es complicado salir). Consolidadas estas partidas, disminuirlas deviene prácticamente misión imposible con lo cual se hace difícil introducir nuevos servicios a sus expensas a menos que se incremente la recaudación. Esta consolidación del gasto es lo que lleva a funcionarios y responsables de cada departamento a esforzarse en agotar las cantidades asignadas, sean o no necesarias. Y a engordar, al mismo tiempo, las plantillas de burócratas encaminadas a controlar y fiscalizar los expedientes de todos y cada uno de estos «derechos». Un régimen del expediente como nuestra administración autonómica requiere de un inmenso gasto en mecanismos de control y fiscalización conformados por una telaraña de organismos superpuestos e interdependientes que controlan únicamente si el expediente cuenta con toda la documentación exigida.
El ciudadano común no es consciente de que detrás de una subvención, una prestación de una renta mínima o cualquier otro «derecho adquirido» existe un gasto burocrático a veces mayor que la propia cuantía de la subvención o la renta mínima recibidas. Con el agravante de que nadie, puesto que el «derecho adquirido» ya es un derecho consolidado que ni siquiera la oposición va a discutir en el futuro, evaluará su racionalidad económica, si el servicio prestado es adecuado o no o si vale la pena continuar prestándolo.
En el otro extremo se sitúan las inversiones que, por su propia naturaleza, tienen la desventaja de no consolidar como gasto una vez realizadas. Además, invertir en una autovía o una depuradora sólo ofrece rentabilidad electoral dos veces, cuando se inaugura y cuando se pone la primera piedra, de ahí que Francina Armengol, sin ir más lejos, llegara a poner la primera piedra del nuevo Son Dureta hasta en ocho ocasiones y en tres en el hospital de Felanitx. Todo indica que las infraestructuras realizadas durante el octenio negro armengolino brillaron por su ausencia, no así la propaganda de sus primeras piedras, algo parecido a aquellas «infraestructuras silenciosas» del inefable Carles Manera o a aquella «oficina de proyectos» en la que se convirtió el consistorio presidido por la socialista Aina Calvo.
Si tenemos en cuenta, además, que debido a los tiempos de la Administración la carretera, el hospital o la depuradora no se podrán inaugurar hasta la próxima legislatura y que tal vez las termine capitalizando electoralmente otro político, los incentivos para invertir en nuevas obras e infraestructuras son pocos, de ahí que los políticos se decanten por las partidas del gasto corriente que sí tienen efectos electorales instantáneos, olvidándose de las inversiones.
Se trata de uno de los motivos a menudo olvidados por los que seguimos prácticamente con las mismas infraestructuras que nos dejó Jaume Matas en 2007 tras el desierto inversor de las cuatro últimas legislaturas.
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