El abrazo
Sucede a veces que los versos, en apariencia muertos o ahítos, recobran vida. Entré ayer en mi café habitual y sonaba una vieja canción de Radio Futura. Esta estrofa, al calor de la actualidad política, me pareció pertinente:
“Antes eran dos barcos sin rumbo
hoy son dos marionetas que van
persiguiendo una luz cegadora
por la línea del tiempo.”
No dudo, querido lector, que intuye a quién evoqué por gracia de esos versos. En efecto, el abrazo de la pasada semana entre Sánchez e Iglesias confiere a ambos individuos unicidad física (sus cuerpos fundidos en uno) y simbólica (desesperación y voluntarismo). El achuchón fue singular, de desigual estética, democrática: entre un hombre bien plantado, traje y corbata, y otro que podría ser el pariente pobre al que sólo encontramos en algún funeral. Lo perverso puede vestir de oro o andrajos, si bien resulta imperdonable firmar el hundimiento del Estado más viejo de Europa de tal guisa. Este Iglesias, retrógrado comunista, traiciona las formas burguesas de sus modelos ideológicos. Gris hábito gauche de hipermercado, coherente al lenguaje o torrente de estupideces neoseculares. Por otra parte, el Presidente en funciones, al que podemos comenzar a apodar Beau Fouché, sería, en ese sentido, menos veraz que Pablo. Sibilino, se camufla de alegre estadista con corbata, Falcon y reuniones internacionales. Si el nuevo rico de Galapagar es un listo y franco demagogo, Pedro parece ante todo inquietante: los comentaristas constatamos sus capacidades miméticas y adaptativas, pero ningún amarre intelectual. Juega siempre templado por la circunstancia. Es un animal político.
El “abrazo de legislatura” despierta fundados temores, aunque lo pavoroso comienza a ser la presencia de Sánchez en el escenario público. Aporta un filibusterismo nuevo que substituye al viejo. Ganivet, sobre los asuntos de la nación, decía que no debe hacerse más que lo que convenga a nuestros intereses, si bien “hay que hacerlo honrada y sinceramente, a la española”. El pacto Sánchez-Iglesias obedece, en efecto, a una luz cegadora y ordinaria, la del poder. El primero busca mantenerlo; el segundo lo “garantiza” a cambio de una idea fuerza: la República Bolivariana de España.
Sin embargo, esto es sólo romanticismo (o veneno) para las masas. En puridad, la escenificación del cariño entre los dos líderes amaga un drama compartido: están en la cuerda floja, tiemblan ante la presión (real y lógica) de los respectivos partidos, en dieta estricta de adelgazamiento bajo sus liderazgos. La alianza nace, en veinticuatro horas, de tales urgencias, de una necesidad. Sus cláusulas, vagas, infantiles, son nombres y sillones; como un juego de patio escolar. Ni rastro de propuestas, siquiera cuotas femeninas o alusiones a problemas sociales. Promesas de maná, abundancia y pegajosos tópicos guerracivilistas. Es esta una farsa construida por los personales intereses de ambos líderes respecto a sus formaciones. Por eso vociferan apenas un eslogan: “gobierno progresista”, sin más contenido que una inherente antipatía cultural al Régimen constitucional, a la monarquía y a cualquier idea de España que no conduzca a su insignificancia.
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