Opinión

Abismo de dignidad: de Suárez a Sánchez

El miércoles 23 se cumplieron ocho años del fallecimiento de Adolfo Suárez. Desde 12 ó 13 años antes permanecía lejos de la vida pública, apartado de la sociedad política y encerrado en su casa, donde recibía muy escasas visitas. Fue víctima de la enfermedad del olvido, de esa patología cruel que convierte a las personas en simples guiñapos sin pasado, sin presente, sólo a la espera de que su deterioro neurológico les conduzca directamente a la muerte.

Seguro que él, hombre austero de la Castilla estricta (Cebreros, 25 de septiembre de 1932) no hubiera deseado siquiera el funeral de Estado que le homenajeó, y cierto también que, con su media sonrisa de comprensión, se solazó desde con las loas y sentimientos impostados de muchos, casi todos, los que estaban/estábamos allí. Ahora es preciso recordar su testamento en ocho frases decisivas que guardan actualidad sorprendente, descomunal:

“La crítica pública y profunda de los actos de Gobierno es una necesidad”.
“Creo haber asumido mi responsabilidad dignamente en los casi cinco años en que he sido presidente del Gobierno”.
“Mi marcha es más beneficiosa para España que mi permanencia en la Presidencia”.
“No quiero que el sistema democrático sea una vez más un paréntesis en la Historia de España”.
“Me voy sin que nadie me lo haya pedido”.
“He sufrido un importante desgaste durante mis cinco años de presidente”.
“He cumplido con mi lealtad a la Corona a cuya causa he dedicado todos mis esfuerzos”.
Y: “Les pido conservar la fuerza suficiente para fortalecer la unidad de España y de las instituciones demócráticas”.

Esa fue la herencia escrita de Suárez. Vamos a comparar este monumental legado con varias e importantes preguntas para reflejar la barrenera gobernación del todavía presidente:

¿Está respetando Sánchez-Castejón la libertad de crítica o está marginando y esquilmando a los medios e instituciones públicas y privadas que se muestran disconformes con su gobernación?

¿Es digno mentir, huir de la explicación pública, pactar con los enemigos del Estado, o sea, de España, comportarse como un autócrata sólo pendiente de su utilidad y beneficio personal?

¿Está seguro Sánchez-Castejón que ahora mismo su permanencia en la Jefatura del Gobierno es más beneficiosa para España que su imprescindible salida de La Moncloa?

¿En casi cuatro años de gobernación, Sánchez-Castejón ha reafirmado o puesto en crisis permanente o no las instituciones del Estado, desde el Parlamento, a los tribunales, pasando por la neutralidad en la administración de la cosa pública?

¿Se ha planteado siquiera de forma especulativa si las muchas opiniones que le exigen su dimisión pueden tener un ápice de razón?

¿Puede presumir Sánchez-Castejón, como Adolfo Suárez, de practicar una lealtad insobornable a la Corona, o se ha mostrado cómplice de quienes la quieren derribar, y ha protagonizado múltiples actuaciones de ninguneo con las que ha desprestigiado la Monarquía Constitucional y a su propio jefe de Estado?

¿Se ha preocupado de verdad de fortalecer la unidad de España acordando actuaciones con los que intentan destruirla?

¿Puede decirse en definitiva de Sánchez-Castejón que esté siendo un “hombre excepcional para un momento excepcional (Suárez)?”.

Y así podemos continuar rellenando todo un periódico entero de las constancias que la Historia ha acreditado de uno de los grandes hombres de la Transición y de las preguntas que se podrían formular a este hombre que nos sorprende cada día con otro ramillete de indignidades, la última esta pirueta internacional que nos han convertido a los españoles en simples gregarios del Reino totalitario de Marruecos. Pero da igual: a ningún presidente de la democracia, ni siquiera al bodoque de Zapatero, se le ocurrió durante su mandato hipotecar el futuro de nuestras relaciones exteriores con pactos por debajo de la camilla con chantajistas que nos amenazan con violar nuestra unidad si no nos sometemos a sus dictados.

Le trae todo por un higa a este fumigador de España. Engaña a todo con el que se encuentra de modo que ahora estaríamos muy contentos si ha hecho lo mismo con este Mohamed VI que, por un rato, se ha convertido en director de Comunicación del Reino de España.

Desdeña a los transportistas que no pueden llenar sus vehículos porque se abraza con esos sindicatos de carril, amarillos de tanto conchabeo con el Gobierno, aquellos a los que Suárez llevó a los Pactos de la Moncloa y que le pagaron con mil huelgas que le hicieron imposible el Gobierno al partido que ganó las elecciones, a la UCD de entonces. ¿Dónde están ahora la UGT lanar o las Comisiones Obreras leninistas?

Pues, gracias a Sánchez, a su apestosa indginidad, poniendo las manos para llevarse millones de euros sus festejos. Algo realmente inmoral. De Suárez a Sánchez-Castejón hay la misma distancia que entre Carlos III, uno de los mejores reyes de España, y su sucesor, con salto dinástico incluido, Fernando VII al que se recuerda por sus felonías hoy muy visibles en esta pesadilla nacional que representa el aún presidente del Gobierno de nuestra Nación.

De Suárez se criticaba, y con razón, su escasa presencia en el Parlamento, pero cuando, a veces a remolque, acudía a justificar sus políticas, no se encerraba en transparencias fingidas y mucho menos en embustes, las repulsivas trapisondas dialécticas en que basa Sánchez-Castejón sus pesadísimas intervenciones, muy al estilo del jefe de los mandatarios caribeños más abyectos: Maduro, el íntimo amigo de su antecesor, el maldito José Luis Rodríguez Zapatero.

Entre Suárez y éste individuo de ahora mismo media un abismo: de la dignidad a la indignidad más absoluta. A uno, la Historia no sólo ha rehabilitado, sino que ha reconocido su ingente labor para asentar en España un régimen de libertad. De Sánchez-Castejón nos está quedando la malaria de un tipo ocupado en destruir todo aquel legado. Nunca la Presidencia del Gobierno ha caído tan bajo, a los sótanos oscuros donde habita la desesperanza, el miedo, y en definitiva la nueva resurrección de la tragedia hispana.