Opinión

Proyecto Lambán: herejes en la casa del padre

Hay partidos que mueren por derrota electoral y otros que se descomponen por asfixia interna. El PSOE actual pertenece a esta segunda estirpe: no cae, se encierra; no debate, depura; no persuade, proscribe. Y eso, en un partido que nació como herramienta de emancipación y deliberación obrera, no es sólo una contradicción: es una traición a su propia gramática moral.

Lo que hoy se conoce, con cierta ironía —por la actual cúpula socialista—, como Proyecto Lambán no es tanto una conspiración como un acto reflejo. El espasmo final de una tradición que se resiste a morir sin dar pelea. Exministros, exvicepresidentes, viejos cuadros con oficio de Estado —González, Guerra, Sevilla en la periferia intelectual del movimiento, no sabemos si dentro del todo— no están fundando nada nuevo: están intentando recordar. Recordar que el PSOE fue, durante décadas, un partido de poder institucional, no un movimiento plebiscitario; un partido de pactos de Estado, no de frentes morales; un partido de gobierno, no de agitación permanente.

La reacción del aparato sanchista ante esta tentativa dice más que mil editoriales: cierre de todo —sobre todo la boca de estos señores, es decir, silenciarles— y acceso denegado a las sedes por parte de estos personajes. El socialismo español, que tanto ha predicado la democracia hacia fuera, practica hoy una democracia claustral hacia dentro. Quien disiente no debate: estorba. Quien matiza no suma: sospecha. Quien recuerda otra tradición es acusado, no de equivocarse, sino de herejía —no sales en la foto, Alfonso Guerra, te has movido nombrando el Proyecto Lambán—.

Y aquí conviene llamar a las cosas por su nombre. Cuando a antiguos dirigentes se les impide entrar en las sedes del partido que ayudaron a construir; cuando la crítica interna sólo se tolera si es ornamental; cuando el liderazgo se blinda mediante lealtades orgánicas y no mediante convicción política, eso no es democracia de partido. Es cesarismo interno, aunque se disfrace de primarias, de lealtad de partido, normativas varias que luego si hay acusados de abusos no se cumple y otrosí digo, que dirían los juristas sobre otros casos.

El documento que se está gestando —ese manifiesto de abajo arriba, irónicamente impulsado por quienes hoy ya no tienen poder orgánico— apunta a una enmienda a la totalidad del sanchismo, entendido no solamente como un liderazgo personalista, sino como una forma de entender la política: populista en el lenguaje, táctica en los principios, cortoplacista en la visión de Estado. No es casual que se invoque la cultura del pacto, hoy demonizada como tibieza, cuando fue precisamente esa cultura la que permitió construir consensos duraderos en España.

Y tampoco es casual la sombra de Zapatero planeando sobre el debate. Su figura, hoy reivindicada desde entornos internacionales tan poco homologables como el venezolano, simboliza un socialismo rancio, identitario y retórico, más preocupado por el relato que por la arquitectura institucional. Sánchez no es Zapatero, pero hereda y continúa su peor legado: la sustitución del proyecto por la narrativa, del partido por el líder, de la discrepancia por la disciplina.

Lo más revelador del movimiento no es quién lo impulsa, sino quién lo apoya en silencio. Militantes jóvenes, cuadros intermedios, votantes históricos que ya no se atreven a hablar. El miedo —sí, el miedo— se ha convertido en el principal mecanismo de cohesión interna del PSOE. Y un partido que necesita miedo para mantenerse unido ya ha empezado a perderlo todo, incluso aunque siga ganando tiempo o escaños —que tampoco es el caso como en la Extremadura de Ibarra—.

Se dirá que llegan tarde. Que el PSOE ya no es aquel partido. Que la sociedad ha cambiado. Todo eso es cierto. Pero hay algo que no cambia: un partido que expulsa simbólicamente a su propia memoria se queda sin futuro. Y cuando la crítica sólo puede formularse desde fuera porque dentro está prohibida, el problema ya no es ideológico, sino democrático —Pedro—.

La pregunta, al final, no es si el Proyecto Lambán prosperará. Probablemente no. La pregunta es otra, mucho más incómoda:

¿Qué clase de partido necesita prohibir el debate para sobrevivir?

Y esa, como dirían los políticos del 78, es la pregunta que huele a final de época.