Kamala Harris o el fracaso del marketing político
En uno de los jardines de la Casa Blanca, la candidata demócrata a la Presidencia de Estados Unidos y vicepresidente en ejercicio, ofreció su discurso final de campaña, y si uno quiere creer lo que cuentan los medios del sistema, fue en poco inferior al célebre Discurso de Gettysburg de Abraham Lincoln, las sabias y penetrantes palabras de una heroína, una fiscal que se enfrenta al malvado y desequilibrado criminal y aspirante a dictador conocido como Donald Trump.
En la realidad, se limitó a repetir el mismo puré de mensajes huecos que lleva sirviendo una y otra vez desde septiembre. Ni un hálito de autenticidad, ni una leve desviación de la línea oficial, ni una chipa de originalidad o talento. La nada envuelta en consignas.
Uno se da cuenta de lo exagerados que tendemos a ser calificando a los políticos cuando aparece alguien que de verdad responde al calificativo que hemos dedicado a tantos. Así, en momentos de especial irritación tendemos a llamar «tonto» a quien en realidad es astuto, e «incompetente» al que realmente es malvado. Es difícil llegar alto en un mundo tan dado al navajeo como la política, siendo sencillamente «tonto».
Kamala Harris es una excepción. De llegar a la Casa Blanca, Harris merecería mejor que nadie el apelativo de «presidente por accidente» o, si se prefiere, resultado de una serie de carambolas que retratan la política de partidos en Estados Unidos.
Porque Kamala no es inteligente y, sobre todo, no es competente, ni siquiera un poco. No sabe nada sobre nada. Criada a los pechos de un pícaro, político de raza, Willie Brown, primer alcalde afroamericano de San Francisco y verdadero hacedor de reyes en el Partido Demócrata de California, concibe la política como un continuo cabildeo, un tirar de agenda, sonreír a este y amenazar veladamente a este otro, estar donde hay que estar y decir vaciedades tranquilizadoras. En cuanto a lo que hay detrás -economía nacional, guerras y paces, la vida de los otros- lo ignora todo; ni siquiera creo que se le haga real.
Aunque viene a representar a esa mujer empoderada que necesita a un hombre tanto como un pez necesita una bicicleta, el incómodo secreto de la carrera política de Harris es que su origen tuvo más que ver con sus encantos que con sus capacidades. En resumen: se convirtió en la amiguita de Brown, que se ocupó de colocarla en agencias más o menos oscuras de la maquinaria gubernamental, cada vez más importantes, hasta auparla a la Fiscalía General del Estado de California (no se confundan: allí los fiscales se eligen en urnas, como los sheriffs).
Pero la segunda parte es peor, y aún más significativa: Harris se convirtió en vicepresidente de Estados Unidos con Biden por ser mujer y por ser «de color». No es una acusación que hagamos nosotros o sus rivales políticos, sino una confesión explícita del propio Biden. Presionado para que dijese a quién iba a elegir como compañero de fórmula en 2020, el anciano confesó que todavía no sabía quién, solo sabía que sería mujer y no sería blanca. A confesión de parte…
Kamala, digámoslo abiertamente, es un producto de marketing político y, sí, sus mayores méritos son tres condiciones que no ha elegido: ser mujer, no ser blanca y, sobre todo, no ser Donald Trump. El Guinness progresista tiene, no sé por qué, mucho tirón en la ciudadanía, y eso de tener a una mujer en la Presidencia por primera vez anima a no pocos.
En lo demás, Harris carece de sustancia, de principios, de verdad. Habla y hace declaraciones como si la realidad no tuviera nada que ver con nada, y su afán por no comprometerse le lleva con frecuencia a ensaladas de palabras sin sentido que hacen las delicias de los trumpistas.
De hecho, la auparon a la candidatura demócrata en la maniobra más oscura de la democracia norteamericana en mucho tiempo, un virtual golpe palaciego. El presidente, que había arrasado en las primarias republicanas, era el candidato oficial y hasta el día antes del golpe aseguraba que nada le impediría enfrentarse a Trump. Pero su adelantado debate con el republicano reveló a millones de norteamericanos lo que ya sabían todos los que estaban al tanto: Biden no tenía la cabeza para una campaña. Que sí la tenga para seguir liderando el mundo libre en un panorama internacional explosivo es un misterio insondable, pero eso es otra cuestión.
El caso es que noviembre se acercaba y los demócratas tenían que presentar deprisa y corriendo otro candidato, así que eligieron a dedo a la vicepresidente, pese a que esta tuvo que retirarse de las primarias al no obtener apenas el uno por ciento del voto.
Y la campaña, milimetrada por los cerebros del partido, empezó con dos palabras: «joy» (alegría) y, para calificar a sus rivales, «weird» (raro). Pero todo se desinfló enseguida, después de semanas de esquivar a la prensa y evitar toda exposición pública en la que no estuviera suficientemente arropada y aleccionada.
La «alegría» duró poco, sustituida por un mensaje bronco y amenazante. Se sustituyó con el miedo, haciendo cada vez más hincapié en la «amenaza para la democracia» que supone Trump y creando un caldo de cultivo para la violencia que ya se ha traducido en dos intentos de asesinato contra su rival.
Si Kamala, a la que Trump parece estar sacándole una ventaja significativa en las encuestas de los estados clave, acaba llegando a la Casa Blanca, los norteamericanos no podrán saber quién les manda. Harris, desde luego, no. En un sentido, Harris resulta tan atractiva para los titiriteros de la política norteamericana como lo ha sido Biden. Su absoluta vaciedad la hará dócil.
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