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Crónica de una «chiquillada» que puede sepultar al sanchismo

Aquella apacible tarde del miércoles 24 de abril a los socialistas se les hizo pronto de noche. La oscuridad la trajo un motorista de Moncloa en forma de epístola, quien la depositó pasadas las 18.00 horas en las manos de Óscar López, director de Gabinete de la Presidencia del Gobierno. Una carta de varios folios dirigida «a la ciudadanía» firmada por Pedro Sánchez y en la que anunciaba que se tomaría un tiempo de reflexión para decidir si «valía la pena» seguir sacrificándose por los españoles después de que un juzgado abriera diligencias sobre un presunto delito de tráfico de influencias de su esposa, Begoña Gómez. La carta se publicó esa misma tarde en las redes sociales y el sanchismo entró a partir de ese momento en modo pánico.

La carta de Sánchez «hizo llorar como a un niño» a Almodóvar y dejó a los suyos en shock, incluyendo a los ministros del Gobierno, que se enteraron de la decisión del presidente por la prensa. Esa incredulidad fue la que pudo verse en las caras largas de los dirigentes del PSOE que asistieron este sábado al comité de exaltación de Sánchez en Ferraz asumiendo la marcha irrevocable de su líder, una gravedad sólo interrumpida por los gritos histéricos de María Jesús Montero repartiendo abrazos a los militantes y la voz de Patxi López cantando La Internacional con el puño en alto.

La carta de Sánchez

El hermetismo de Sánchez sorprendió también a su núcleo duro, que se sintió traicionado por esta maniobra infantil de su líder -«una chiquillada», como dijo un socialista muy enfadado- propia de un malevo de telenovela. La explicación que dan en el PSOE es que Sánchez quiso aislarse de su entorno para no tener que atender las plegarias de ningún spin doctor monclovita, mirándose en el espejo de aquel Joaquín Almunia que decidió dimitir como secretario general del PSOE dando un portazo tras el descalabro electoral de marzo del año 2000.

Absortos, sus escuderos más fieles -Puente, Bolaños, Montero y Óscar López- convocaron una reunión urgente en el edificio Semillas de la Moncloa para intentar reconducir la situación, pero el presidente declinó la invitación. Se recluyó en su casa, respondió algunos whatsapps -Illa, Puente, Montero…- y no cogió el teléfono hasta la medianoche para hablar brevemente con José Luis Rodríguez Zapatero, gurú espiritual del sanchismo. Entre el jueves y el viernes apenas dio señales de vida. El sábado siguió minuto a minuto desde su casa el show de Ferraz, que «no le gustó nada porque, a pesar de todos sus defectos, Sánchez tiene pudor. Si el lunes no dimite, hará una limpia en el partido», según fuentes socialistas.

Quienes conocen a Sánchez admiten que lleva «semanas con el rostro desencajado, hundido y con la mirada perdida» por las informaciones que señalan a su mujer en una trama de tráfico de influencias. Un estado de ánimo que asoma en la pregunta que se hace en la carta: «¿Merece la pena todo esto? Sinceramente, no lo sé». El tono resentido de la epístola es la historia real de un hombre acorralado y perseguido por «una coalición de intereses derechistas y ultraderechistas» que siente que los suyos no le han defendido como debían ante «ese ataque sin precedentes, tan grave y tan burdo» que le obligó a parar y reflexionar con su esposa.

Y es ella, a la que los militantes socialistas cantaban «Begoña, compañera, estamos contigo», la más señalada por el entorno de Sánchez. «Ha sido ella la que le ha exigido que dimita», dicen estupefactos, mientras reconocen que sólo ella puede convencer a Sánchez de que no dé la espantada. «No me causa rubor decirlo, soy un hombre profundamente enamorado de mi mujer…». El lunes el sanchismo puede quedar reducido a polvo. Mas será polvo enamorado, como escribió Quevedo, el poeta del Siglo de Oro y no el que ayer cantaba «Quéeeeedate…» en Ferraz.