Faroles, tiranos y misiles: ¡el teatro del poder!
«La historia del hombre es la historia de sus errores», Ludwig von Mises.
En el tablero sangriento de Oriente Medio se ha librado una nueva partida. La guerra de los 12 días entre Irán e Israel ha sido una coreografía violenta y breve, pero no menos reveladora. En ella no sólo se juega la geopolítica regional, sino que se desnuda —una vez más— la farsa de los regímenes populistas, la perversión de los «ismos» y la brutal verdad de que, a veces, la paz solamente se impone con la fuerza.
Sí, me duele decirlo. Pero es hora de hablar claro. Porque cuando los libertarios hablamos de orden espontáneo, cooperación voluntaria y propiedad privada, muchos nos tildan de ingenuos o de radicales. Pero, ¿qué mayor radicalidad existe que la de un régimen que lanza misiles mientras su población se muere de hambre y luego celebra una humillación militar como si fuera una victoria? El caso iraní no es una excepción, es el síntoma de una enfermedad endémica: el poder concentrado en manos de tiranos embriagados de ideología y propaganda.
El nacionalismo, el islamismo, el socialismo… todos son caras de una misma moneda: el colectivismo. El desprecio por el individuo. La negación de la libertad. Y el caso de Irán, desde la revolución islámica de 1979, es un ejemplo de manual. Aquel movimiento que derrocó al Sha prooccidental con la promesa de justicia social y valores espirituales, se convirtió en uno de los regímenes más brutales, teocráticos y antieconómicos del siglo XX.
Mientras los Emiratos Árabes Unidos apostaban por el comercio, la apertura y el crecimiento, Irán abrazaba el martirio, la censura y el aislamiento. Los resultados están a la vista: unos miran al futuro desde rascacielos y zonas francas, otros desde búnkeres y eslóganes bélicos. ¿Es una cuestión cultural? No. Es una cuestión de sistema.
La comparación vale también para las dos Coreas. Misma historia, mismo pueblo, misma lengua… pero resultados diametralmente opuestos. Uno ha prosperado bajo el libre mercado, la propiedad privada y la competencia. El otro vive bajo una dictadura comunista, donde el culto al líder sustituye al derecho, y la hambruna sustituye al progreso.
No es casualidad que Gustave Le Bon advirtiera ya en el siglo XIX que «las masas jamás han tenido sed de verdad. Se apartan de las evidencias que no les gustan, prefieren deificar el error si el error las seduce». La propaganda no sólo informa: construye realidades paralelas. Y en esas realidades, el misil que no impacta es un mensaje de fuerza, el soldado muerto es un mártir, y la derrota se viste de victoria.
Irán, hoy, se dirige a su población con un lenguaje orwelliano. La humillación estratégica sufrida frente a Israel —que interceptó más del 99% de los proyectiles iraníes sin desplegar toda su fuerza aérea— se convierte, en la narrativa oficial, en una «respuesta sin precedentes» que «hizo temblar al sionismo». ¿La realidad? El régimen recibió un mensaje claro: ni con Rusia de su lado, ni con milicias dispersas, tiene poder disuasorio real. Y sin disuasión, los tiranos se tornan caricaturas.
En este contexto irrumpe una figura incómoda para el statu quo diplomático: Donald J. Trump. Nadie sabe si viene con cartas o sólo con faroles, pero su simple presencia cambia la mesa. Porque Trump, para bien o para mal, ha demostrado que la paz no se negocia con buena voluntad ni con diplomacia oxigenada. La paz se impone. Y se impone con fuerza. Con tarifas si hace falta. Con drones. Con disuasión.
Muchos critican sus formas, su retórica, su ego. Pero los hechos son tercos: mientras Trump ocupó la Casa Blanca, Corea del Norte se mantuvo a raya, Rusia no invadió Ucrania, e Irán no se atrevió a lo que hoy sí se atreve. ¿Coincidencia? Tal vez. Pero como traders sabemos que el timing es más importante que la narrativa.
China es el ejemplo más sofisticado del dilema. Bajo el mando de Xi Jinping, un régimen nominalmente comunista ha impulsado una economía que lidera en inteligencia artificial, innovación logística y manufactura avanzada. ¿Cómo lo ha logrado? Planificando inversión, no redistribución. Con trabajo duro, no con subsidios. Y sin embargo, el lastre ideológico sigue ahí.
El intervencionismo limita el dinamismo de los mercados, impide el florecimiento espontáneo del talento, y convierte la economía en una extensión del poder político. Una economía planificada puede crecer, sí. Pero jamás será libre. Y sin libertad, el crecimiento es un espejismo frágil.
En última instancia, esta tribuna no va de geopolítica, sino de principios. De recordar que la cooperación humana no necesita de líderes mesiánicos ni de eslóganes colectivos. Necesita instituciones que protejan la propiedad, contratos que se respeten, y mercados donde el precio refleje escasez y valor, no doctrina y censura.
Los «ismos» —todos ellos— son herramientas de ingeniería social. Prometen redención a costa de libertad. Prometen justicia a costa de verdad. Y terminan, siempre, igual: con represión, miseria, o guerra.
No nos engañemos. La paz no es la ausencia de guerra. Es el resultado de un equilibrio de fuerzas donde el agresor sabe que su costo será demasiado alto. Israel lo sabe. Trump lo sabe. Y los libertarios también lo sabemos: no porque nos guste, sino porque entendemos la naturaleza humana y por más que pese, el mundo sin la amenaza nuclear del régimen islamista de Irán, es un mundo más seguro. Le pese, a quien le pese… Von Mises decía que “la acción humana es intencional”. Y por eso, mientras haya tiranos que vean rentabilidad en la guerra, el mundo necesitará de líderes que sepan responder con contundencia. La libertad no se defiende sola. Y la verdad, en tiempos de propaganda, es un acto de resistencia.
Gisela Turazzini, Blackbird Bank Founder CEO
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