Empleo

Crece el empleo en una economía enferma

Crece el empleo en una economía enferma
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez

El rasgo fundamental de la economía española actual es la divergencia que hay entre la evolución del empleo y la del PIB. Si tomamos los datos de afiliación a la Seguridad Social de enero y los comparamos con los del mismo mes de 2020, vemos un incremento del empleo de 2,4%. Sin embargo, el PIB del cuarto trimestre de 2021 es un 4,2% menor que el del mismo período de 2019.

Es cierto que en este período el empleo público se ha disparado: +8,7%, por 222.300 nuevas plazas que equivalen a casi la mitad de todo el empleo creado en los últimos 24 meses. Pero, aunque nos restringiéramos al empleo privado, su crecimiento (1,4%) tampoco es coherente con la caída del PIB. Podemos dar un paso más: restar del empleo privado las 116.800 personas que aún están en ERTE. Aun así, nos queda un incremento del empleo privado de 0,7%, que tampoco cuadra con el descenso del PIB.

El problema no está en la agricultura y ganadería. En ese sector, mientras el empleo se redujo 1,4%, el PIB creció 1,6%, siempre en los últimos 24 meses. Pero los otros tres grandes sectores sí presentan una discrepancia preocupante. La misma es menor en la Industria (aumento del empleo de 0,6% y caída del PIB de 2,9%). Pero es más amplia en los Servicios (cae un 3,8% el PIB mientras crece 2,8% el número de ocupados) y, en especial, en la Construcción (el PIB es 13,9% más bajo, pero el empleo es 4,3% mayor).

La variable que permite cuadrar estas discrepancias es la productividad. Si, de media, cada ocupado produce menos, entonces es posible aumentar el empleo mientras cae el PIB. El problema es que la caída de la productividad es síntoma de una economía enferma.

La menor productividad podría corregirse «por las buenas» a través del crecimiento de la economía. Si el empleo dejara de crecer, o lo hiciera a un ritmo más moderado, el incremento previsto del PIB (por la normalización del turismo internacional, el mayor ahorro disponible por las familias y el impacto demorado de los fondos europeos) permitiría empezar a cerrar la brecha que se ha abierto.

También podría hacerse «por las malas»: que las empresas, cuyos márgenes están siendo comprimidos por el aumento de costes (materias primas, energía, impuestos), dejen de contratar o, peor aún, reduzcan sus plantillas (eso es lo que pasó en 2009). Hay una alternativa intermedia: que la mayor inflación, al carcomer los salarios, permita reducir los costes laborales sin necesidad de recortar el número de trabajadores.

La caída de la productividad, tal el nombre de la enfermedad que padece la economía española, puede significar que los empleos que se están creando sean solo un espejismo. La realidad es que la menor productividad hace que producir en España cueste ahora 7,5% más que cuando Pedro Sánchez llegó al poder (coste laboral unitario).

Lejos de tomar nota de este problema, el Gobierno lo complicará aún más: mientras que la innecesaria modificación de la reforma laboral de 2012 supone un incremento incierto de los costes laborales, quiere volver a subir el salario mínimo (recordemos que, cuando Pedro Sánchez entró a La Moncloa por la ventana, había 463.500 personas trabajando en el servicio doméstico; en la actualidad hay 418.900 personas: gracias a las subidas del salario mínimo del PSOE y Podemos, 44.600 personas del Servicio doméstico han perdido su empleo).

Sánchez puede ‘cocinar’ los datos del CIS, llamar «reforma» a lo que no lo es, simular que tiene un papel relevante en los asuntos internacionales, colar la aprobación de algunas cosas incluyéndolas en proyectos de temas totalmente diferentes, y muchas cosas más. Lo que nunca podrá es torcer las leyes de la economía, que muy a su pesar, siempre se imponen. Una de ellas es que la caída de la productividad no es compatible con el incremento de los salarios y del bienestar de la sociedad.

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