Oficios desaparecidos, modistillas, cupletistas y lavanderas en el libro del Sereno de Madrid
Sonia Taravilla rescató del olvido el oficio de sereno comenzando a utilizarlo en redes sociales a modo de alter ego para relatar la historia de Madrid, de sus calles, de sus negocios y de sus gentes.
Célebres casas de moda y desconocidas obreras de la aguja: así es la exposición de la temporada en Madrid.
Hace diez años, Sonia Taravilla rescató del olvido el oficio de sereno comenzando a utilizarlo en redes sociales a modo de alter ego para relatar la historia de Madrid, de sus calles, de sus negocios y de sus gentes.
¿Quién mejor que un sereno que recorría las calles, conocía a sus vecinos y la ciudad para contar la historia de nuestra querida Villa y Corte? Taravilla se ha convertido así en la primera serena de Madrid, reivindicando este oficio perdido y, a la vez, siendo la nueva cronista 3.0 no oficial de la Villa.
Para esta ronda acompañando al sereno, Por las calles de Madrid se encuentra organizado en capítulos que funcionan de modo independiente y están vinculados a profesiones, algunas de ellas ya desaparecidas, que nos invitan a conocer las historias de sus protagonistas.
Un compendio de personajes y ambientes por un Madrid desaparecido, el de los oficios que han caído en desuso y en el olvido: modistas, modistillas verbeneras, verduleras, aguadores, nodrizas, pasiegas, castañeras, fotógrafos, tertulianos de cafés, lavanderas del Manzanares, serenos, organilleros, cupletistas y lecheros, entre otros. En definitiva, un recorrido por las calles de Madrid donde aún se mantienen las esencias de siempre, bien evidentes para quien sepa verlas.
Taravilla es una profesional del sector cultural que desde hace una década gestiona la exitosa cuenta El Sereno de Madrid en redes sociales, a través de la cual da a conocer aspectos históricos, artísticos y sociales de nuestra capital, haciendo hincapié en los siglos XIX y XX.
En su primer libro, a través de los ojos de su alter ego, el sereno, la autora homenajea a los habitantes de la Villa y Corte, representados por sus oficios, desde las modistas de la reina Isabel II a las castañeras de la Puerta del Sol o los fotógrafos que dejaron memoria de un Madrid casi olvidado. Por estas páginas, en suma, desfilan tanto paisajes como personajes, ilustres y anónimos, quienes con sus vivencias y experiencias contribuyeron a dar a la ciudad una personalidad inigualable
Los oficios olvidados, las modistillas
En este libro se relatan algunos de los oficios olvidados como es el caso, por ejemplo, de las modistillas de Madrid. Este vocablo aparece a finales del siglo XIX para designar a las jóvenes solteras empleadas en los talleres de costura. Serán tan populares que pasarán a ser protagonistas de películas, zarzuelas, libros, reportajes de prensa e incluso su imagen se difundirá a través de fotografías que se convertirán en postales y darán la vuelta al mundo. La demanda de ropa confeccionada crecerá tanto en las primeras décadas del siglo XX que van a proliferar numerosas casas de costura en Madrid con obreras de la aguja consagradas al oficio.
Las jóvenes encontraban en la costura una independencia económica o una ayuda para el hogar familiar. Muchas habían aprendido con sus madres, abuelas o familiares, y otras, las que aspiraban a tener una carrera como modistas, se habían inscrito en academias. En la década de los 30 muchas de estas jóvenes se presentarán a concursos de oficio, como el organizado por la revista Estampa y que se denominó ‘Concurso del Vestido de cuatro pesetas’.
Este fue el caso de Clara Campoamor. La misma Clara que consiguió el voto femenino había sido modistilla en su infancia y juventud, y también dependienta en una casa de modas y ¡hasta telefonista! Otra cosa no, pero Clara fue una curranta que se hizo a sí misma. La faceta de Clara Campoamor como modistilla se conoció a raíz de una entrevista que la periodista Josefina Carabias le hizo para la revista Crónica en el mes de febrero de 1934.
La vaquería-lechería Viuda de Sainz de Aja en la calle Echegaray
Actualmente nos cuesta imaginar que en el centro de Madrid hubiese vacas en establos y que saliesen a pastar, pero lo cierto es que la ciudad ha cambiado mucho en las últimas décadas y tanto las vaquerías como las cabrerías estaban más que presentes en nuestros barrios.
Algunas de las vaquerías madrileñas durante el siglo XIX fueron mejorando su estética, y sus fachadas exteriores se revistieron con bonitos paneles cerámicos realizados por los artesanos ceramistas más importantes del momento. Pero, sin ningún tipo de duda, es la vaquería de la calle Echegaray, número 27, la joya de la corona, y es que, desde que abrió sus puertas en el año 1891, se ha mantenido en las manos de la familia Sainz de Aja, conservando la estructura original del negocio y su historia.
Ubicada en esta céntrica calle del Barrio de las Letras, la antigua vaquería Viuda de Sainz de Aja hoy mantiene una bonita fachada con elementos art déco que se corresponde con la obra que Ramón, hijo de los primeros dueños, acometió tras la Guerra Civil. En esa reestructuración, además, se decoró el interior con una vidriera en la puerta, se alicató con azulejos y el suelo se cubrió con pequeñas teselas de cerámica de Nolla.
También se aprovechó para cambiar el negocio de vaquería a lechería trayendo el género desde la glorieta de López de Hoyos, donde había varias vaquerías con establos que regentaban familias cántabras.
Al cambiar el negocio, el inmueble sufrió una modificación y se convirtió el establo en un despacho trasero con un precioso suelo de baldosa hidráulica que aún hoy en día se conserva. Como otros muchos negocios regentados por matrimonios, cuando fallecía el marido, el establecimiento tomaba el nombre de su viuda. Por ese motivo, esta lechería acabó por denominarse de la forma que hoy podemos leer en su fachada, «Viuda de Sainz de Aja», haciendo referencia a María, la viuda de su propietario, Ramón Sainz de Aja.
El aguaducho de la calle Narváez
En este Madrid de pregones no podemos dejar de hacer alusión al agua, indispensable en todos los hogares. Hasta que se instaló la red de suministro urbano, eran los aguadores, en su mayoría asturianos y gallegos, quienes tenían encomendada la misión de llevar el agua de las fuentes de la ciudad hasta las cisternas de los edificios que no contaban con una fuente propia. Para transportarla se servían de grandes cubas, barriles o cántaros de metal, y debían pagar una contribución al Ayuntamiento para tener derecho a recoger el agua en determinadas fuentes. La venta de agua estaba muy regulada.
A cada aguador, desde el siglo XVIII, le correspondía una fuente y era la alcaldía la que otorgaba la licencia para ejercer el oficio fijando un número de aguadores por fuente según los caños que esta tuviera. Por otro lado, se reservaba un cañero siempre para el vecindario.
El Ayuntamiento, en el XIX, decidió uniformar a los aguadores con un atuendo compuesto por una chaqueta oscura de paño con dos hileras de botones en dorado con las iniciales A. V., y en la solapa, bordadas en seda y estambre, las armas del consistorio. Contaba asimismo con una camisa blanca, un chaleco rojo abotonado y un pantalón oscuro.
Algo distintivo era llevar una gorra de fieltro con visera en la que iba prendida una chapa de metal en la cual se identificaba la fuente asignada. Al llegar el verano, el uniforme consistía en una blusa de percal azul con cuello vuelto de cinta encarnada con las armas de la villa y su número de licencia.
Las lavanderas del Manzanares
Uno de los oficios más ingratos a lo largo de varias centurias fue el de lavandera en el río Manzanares. Estas mujeres, que veían en el lavado de ropas un modo de sacar adelante a sus familias, pasaban largas jornadas arrodilladas refregando ropas sucias que las casas, conventos y hospitales de Madrid les hacían llegar.
Para ellas no existía invierno o verano, lluvia o nieve, desempeñaban su labor de lunes a sábado y, como no tenían apenas recursos, solían llevarse consigo a sus hijos, que se criaban correteando entre ropas al sol. Sobre estos días de juego entre sábanas blancas nos da una descripción Arturo Barea al principio de su obra La forja. Siendo niño, Arturo acostumbraba a acompañar a su madre Leonor Ogazón al lavadero que el Tío Granizo regentaba en el Manzanares, donde trabajaba como lavandera.
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