McCartney luce su gloria en Madrid ante los vasallos de su reinado eterno
Del concierto de Paul McCartney en la noche del jueves en el Vicente Calderón de Madrid uno salía confirmando lo que ya sabía a la entrada: que forma parte de una corte de feligreses, entregados a su rey, el que les queda de cuando aquella monarquía fue de cuatro magníficos veinteañeros de Liverpool. El que más y el que menos, de entre los 50.000 fieles, era un poco más de John o de George –incluso, alguno había de Ringo–, pero todos rindieron pleitesía al gran beatle, al performer y businessman, al que mejor supo siempre de entre todos ellos aunar la genialidad con el negocio.
Poco importó que el abuelo Macca no tuviera casi voz, o que se empeñara en ejecutar algunas de las canciones de su último trabajo de estudio, el más que prescindible New (2013). Allí nadie iba a juzgar al rey, sino a presentarle sus respetos.
La ventaja de McCartney sobre Mozart es que él no murió joven. Y que su genialidad germinó a la vez que la industria de la música, un negocio inexistente antes de que se inventara un método para registrar notas y compases y venderlos empaquetados en sencillos, long plays, cedés y, ahora, aplicaciones de streaming.
Dicen que una vez le preguntaron al joven Paul McCartney, recién reventados los Beatles que cómo se imaginaba con 64 años… una manera de preguntarle por los Fab Four sin hacerlo de manera directa, recurriendo a su famosa When I’m Sixty Four. «Pues espero no seguir tocando la misma música», contestó vitriólico –has querido pillarme, chaval, pero de los Beatles no te voy a hablar–. Pues bien, los 64 los cumplió hace ahora una década y, si bien es un genio de la música equiparable en pop a Wolfgang Amadeus Mozart, como futurólogo sir Paul McCartney no vale un pimiento. No sólo toca la misma música de siempre, sino que sigue llenando grandes estadios con las mismas chicas gritonas de entonces. Y sus hijos de todo género. Y sus nietos de toda condición.
Es más, McCartney triunfó en la noche de este jueves en Madrid estirando el chicle de su magna obra desde los simples compases cincuenteros de In Spite of all the Danger, una joyita de cuando los Quarrymen aún no soñaban con ser Beatles, hasta sus últimas incursiones en el r’n’b de la mano de Rihanna y Kaney West con FourFiveSeconds.
Y no sólo eso, con esa cara de vieja gatuna que el tiempo y algún cirujano con mal gusto le han dejado, como una auténtica primadona, la setlist de canciones de Macca incluía concesiones a sí mismo. Habéis venido a verme a mí, porque soy un mito, parecía pensar el viejo beatle, de modo que no os va a importar mucho que entre las obligaciones del business –Let it be, Hey Jude y otros grandes karaokes– cuele autohomenajes onanistas como ese single fracasado de Venus and Mars (1975) de título Letting Go o el futurismo anticuado de Nineteen Hundred Eighty Five que desborda minutaje, como todo el Band on the Run (1973).
Una crónica de un concierto de McCartney es un ejercicio absurdo, porque por fuerza ha de pasar por encima de lo que uno solía buscar en esas piezas periodísticas cuando éstas tenían valor, que fue hasta los 90, más o menos, antes de YouTube, Periscope y todo eso: si triunfó el artista o no. Porque McCartney no triunfa, McCartney convoca a sus vasallos, levanta su cetro, todos le rinden pleitesía, recuerdan aquellos bellos tiempos que muchos de ellos ni vivieron –la media de edad de la concurrencia no permitía pensar que más del 20% hubieran comprado esa música en vinilo– y toman su dosis de nostalgia.
En eso, en apelar al pellizquito al corazón, es un genio el viejo Macca. Bueno, siempre lo fue en realidad. Suyos fueron los acordes firmados con Lennon en Here, There and Everywhere y los de Blackbird. Pero donde Paul buscó la lágrima fue en su interpretación al ukelele de Something, encaminando la segunda mitad del recital. Un recurso que no abandona en cada gira desde la muerte del místico George, hace ya 15 años. Pero más ha llovido desde que aquel fan enajenado descerrajara cinco tiros sobre John, la friolera de 36 añazos. Quizá por eso a su eterna pareja de baile la recordó con amor en Here Today y de un modo más celebrativo, con un descafeinado Give Peace a Chance. Descafeinado porque esa canción o es reivindicativa o es nada. Y con una sonrisa en la cara es nada.
Para los expertos, quizá tenga sentido reseñar que después del primer final del concierto, en el bis, McCartney se exhibe con seis piezas, de las cuales cinco son de su época beatle. Una es, claro, Yesterday, para que nadie sienta el coitus interruptus. Y el resto es de cuando él era el jefe, de cuando su creatividad era verdaderamente superior a la de cualquiera de sus compañeros de década prodigiosa. Aquí suenan el potente Birthday del Doble blanco y, sobre todo, el insuperable medley final: Golden Slumbers, Carry that Weigh y, por supuesto, The End para cerrar antes de las luces.
Las casi tres horas de recital estuvieron envueltas en un celofán perfectamente colocado y diseñado para contentar a los que compraron la entrada, que ya sabían lo que podrían esperar: una vieja gloria interpretando su repertorio, haciendo gestos agradecidos de plexiglás y dirigiendo la concertina de fuegos artificiales, luces y sonido de una banda de muy alto nivel. ¿Que el viejo beatle ya no llega a las notas? Nadie se lo pidió. De hecho a Mozart nadie le oyó cantar jamás…
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