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Adiós a la clase media

Lo noto cada vez que recorro las mismas calles donde antes se respiraba una normalidad amable: comercios de barrio que sobrevivían sin heroicidades, familias que podían hacer planes sin que la incertidumbre fuera una amenaza constante. Hoy, en nuestro país, y en Mallorca que participa de sus mismos problemas y esperanzas, algo se ha roto. Y no es sólo el paisaje económico: es la propia idea de estabilidad que sostenía a la clase media.

La izquierda, tan aficionada a proclamar que habla en nombre del pueblo, ha olvidado que ese pueblo no vive de consignas, sino de su trabajo. Y en nombre de un pretendido progreso, ha erigido un modelo que castiga precisamente a quienes sostienen el país a base de esfuerzo. El discurso es siempre el mismo: más impuestos, más regulaciones, más intervenciones «por nuestro bien». Lo que nunca explican es por qué ese «bien» coincide siempre con una expansión del Estado a costa del bolsillo del ciudadano.

En Baleares se nota incluso con mayor claridad. La izquierda ha construido una retórica en la que el propio residente se convierte en sospechoso: de consumir demasiado, de ocupar demasiado espacio, de querer prosperar demasiado. Mientras tanto, los precios de la vivienda se disparan y las oportunidades se encogen, pero eso no parece preocuparles tanto como imponer nuevas limitaciones, nuevos trámites, nuevas cargas que hablan más de desconfianza que de justicia social.

El pequeño empresario, el autónomo, el trabajador que quiere ahorrar o invertir para dar un futuro mejor a sus hijos, es retratado casi como un obstáculo moral. Y así se va alimentando una ficción peligrosa: la de que la riqueza surge de los decretos y no de la iniciativa individual; la de que prosperar es un privilegio ilegítimo y no una aspiración legítima. El resultado está a la vista: comercios cerrados, jóvenes que no pueden emanciparse, familias atrapadas entre salarios que no avanzan y un coste de vida que galopa.

La izquierda prefiere señalar a enemigos imaginarios antes que reconocer su responsabilidad. Hablan de desigualdad, pero imponen políticas que la agravan. Hablan de proteger al trabajador, pero lo asfixian con burocracia. Hablan de justicia, pero convierten en culpable a la clase media, a la que deberían agradecer cada paso adelante que ha dado el país en las últimas décadas.

Y luego está el desprecio apenas disimulado hacia sectores esenciales, como si uno tuviera que pedir perdón por dedicarse al turismo, al comercio, al campo o al emprendimiento. Resulta paradójico que quienes nunca han tenido que cuadrar una nómina sean los más entusiastas a la hora de dictar cómo deben vivir quienes sí lo hacen.

Pero la clase media no desaparece porque sí. La están debilitando a base de políticas que castigan el esfuerzo y premian la dependencia. Lo preocupante es que lo hacen con una sonrisa pedagógica, como si renunciar a la autonomía personal fuera un acto de responsabilidad colectiva.

Aun así, no todo está perdido. Todavía hay quienes defendemos que la prosperidad no nace de uniformar a la sociedad, sino de liberar su potencial; que la propiedad privada es un pilar de libertad, no un capricho; que trabajar y progresar no sólo es legítimo, sino necesario. Recuperar a la clase media requiere valentía política, menos intervencionismo y más confianza en quienes levantan el país cada día.

Porque sí: la clase media no se ha extinguido. La están empujando hacia la puerta. Y ya es hora de que vuelva a entrar.

 * David Gil de Paz es portavoz adjunto de Vox en el Consell de Mallorca.