Opinión

Trump sale vivo de la jaula de los leones

Como el profeta Daniel, Trump entró anoche en la jaula de los leones y salió vivo. Y triunfante. Todo el debate estaba cuidadosamente planteado para sostener a la desastrosa Kamala, como si fuera un plan de dependencia del Gobierno. De hecho, era un plan de dependencia del establishment.

La jaula en cuestión era la cadena de televisión ABC, que ha dado por buenos estos últimos años todos los bulos que han corrido contra Donald Trump, empezando por la ridícula y omnipresente trama rusa. Fue una batalla de tres contra uno, uno de esos duelos que tan vistosos quedan en las películas de D’Artagnan. Por no disimular, una de las inmoderadas moderadoras es íntima de Kamala, tanto que fue quien le presentó a quien ahora es su marido.

Los fact checks llovieron anoche sobre Trump mientras que las mentiras más obvias y descaradas de su rival pasaban incólumes entre las sonrisas de sus auxiliares a los mandos del debate. Ni un fact check para la vicepresidente. De hecho, si pasáramos un algodón para limpiar de retórica y maquillaje las preguntas dirigidas por los periodistas de ABC a los candidatos, podrían resumirse en una: a Trump: ¿por qué es usted tan malvado?; y a Harris: ¿por qué es tan malvado Donald Trump?

Es un cliché que nadie cambia su voto por un debate, y de hecho los debates se han convertido en una concesión a la nostalgia formalista de las democracias, un anacronismo performativo mil veces ensayado por los políticos-actores que se apoyan en frases cortas y efectistas para satisfacción de sus seguidores. En la era hipercomunicada de Internet y las redes sociales, los candidatos se ocupan de ser más reconocibles para el votante que sus propios cónyuges, y el debate real no empieza ni acaba nunca.

Pero, en este caso, quizá nos encontremos con algo parecido a una excepción: Trump no tiene ya nada que demostrar; Kamala, por el contrario, tiene que demostrarlo todo. Trump, para bien o para mal, ha hecho cosas, muchas, y hablado, incluso más de la cuenta en ocasiones. Kamala ha pasado de una nominación tramposa, de un timo a los votantes demócratas, a la primera entrevista -editadísima- sumida en un empecinado silencio prudencial. Suele decirse que más vale estar callado y parecer tonto que abrir la boca y confirmarlo. Ese es el caso de una vicepresidente que, aunque sigue siéndolo, habla como si acabara de aterrizar en la política y estuviera en la oposición, casi en la revuelta callejera.

Hasta ahora, Harris se había arropado en una ola de emotividad y entusiasmo programado desde las terminales de la excelente propaganda demócrata, la mejor que el dinero puede comprar: palabras vacías como joy (alegría), la repetición incesante de su sexo y su ambigua raza y una imposible sugerencia de novedad en quien lleva casi cuatro años en la administración como (en teoría) número dos.

Y ahora llegaba la hora de la verdad. Ahora tenía que enfrentarse con un rival seguro de sí mismo y fogueado en mil batallas, el hombre más odiado por multinacionales, universidades, el Pentágono, Hollywood, la burocracia de Washington y Wall Street. Por mucha ayuda que tuviera de sus asistentes en la ABC, iba a enfrentarse al momento más difícil de la campaña.

Y fue un desastre, para qué engañarse. Como era de esperar, respondió con su carcajada de mala de dibujos animados ante preguntas de enorme gravedad que afectan muy directamente a la vida de los norteamericanos y trató de culpar a Trump de todo, desde la inmigración hasta la violencia con armas de fuego y el desempleo.

Kamala demostró en el debate ser lo que parece: un bluff, una cáscara vacía, una nulidad que siempre ha sido considerada como tal por su propio partido y que ahora se intenta envolver en el celofán de un mensaje meramente emotivo, obviando las peligrosas e impopulares medidas socialistas que la candidata ha amagado con defender y que, sin duda, dejarían Estados Unidos como quería Alfonso Guerra con España: que no lo reconozca ni la madre que lo parió.