El ‘tejerazo’ de Iglesias es bueno, el de Trump, malo
Amo Washington. La amo por sus monumentazos, por lo que representa, porque cada vez que la piso imagino a John Kennedy compadreando con Ben Bradlee en Georgetown, porque es la quintaesencia de la democracia, porque tiene los mejores museos habidos y por haber, especialmente los Smithsonian, y más concretamente el del Aire y el Espacio, por el cementerio de Arlington, por esa Casa Blanca que es el hogar del presidente del mundo libre, porque allí Bernstein y Woodward destaparon un Watergate que dio con los huesos del tramposo Nixon en la puñetera calle, por ese Pentágono cuya grandiosidad sólo se aprecia de verdad desde el aire, por ese obelisco que representa al padre fundador George Washington, por el Abraham Lincoln Memorial (qué grande es Lincoln) y por ese Capitolio que representa la que seguramente constituye la sede de la soberanía popular más pura. Me gusta más Washington que Nueva York y eso que me gusta un rato Nueva York. Pero DC es más elegante, más señorial, más seria y si me apuran aún más liberal que la Gran Manzana. La quintaesencia de la tolerancia, un lugar en el que el 50% de la población es afroamericana frente al 15% del conjunto de la nación.
Cuando el miércoles presencié gracias a OKDIARIO, a las redes sociales y a la cada vez más sosa CNN el asalto al Capitolio tuve que pellizcarme varias veces para comprobar que no era un mal sueño, para certificar que la realidad se había comido con patatas a la ficción, para colegir que no estaba viendo una de esas películas de tercera tipo Objetivo: La Casa Blanca, Objetivo: Washington DC en las que una docena de malos-malísimos secuestran al mismísimo presidente estadounidense o toman la capital en un periquete tras haberla bombardeado a modo y manera con drones.
La estupefacción fue idéntica a la que experimenté en 1981, con 13 años, cuando Antonio Tejero fue enviado por sus jefes en la sombra a tomar el Congreso. Las escenas eran similares por no decir idénticas a las de esta semana en la capital federal de la todavía primera potencia mundial: unos tontos útiles secuestran sin apenas resistencia a los representantes de la soberanía popular que se tumban acongojados a los pies de sus ilustres butacones cruzando los dedos para que los facinerosos no se fijen en ellos. Y mientras los elefantes blancos respectivos se refocilan en sus respectivos palacios a ver si suena la flauta. En fin, ya me entienden. La única diferencia entre Washington y Madrid es que allí ni uno solo de los congresistas hizo frente a los sans-culottes y aquí Adolfo Suárez y Manuel Gutiérrez Mellado se jugaron el tipo con una dignidad para la historia ante los facinerosos comandados por Antonio Tejero.
Lo del miércoles fue técnicamente un golpe de Estado. Frustrado pero golpe de Estado al fin y al cabo. Cuando entras cual elefante en cacharrería en la casa de la soberanía popular lo que quieres es cargarte la democracia. Punto. Cuando Pavía tomó, con caballo o sin él, que eso está ahora también en discusión, nuestro Congreso no fue precisamente para salvar la democracia sino para acabar con la Primera República. Cuando Maduro hizo lo propio en Venezuela, entre los aplausos de la chusmaza podemita, fue para finiquitar lo poco que quedaba de democracia en el país hermano. Cuando Tejero invadió nuestra Cámara Baja lo hizo con las aviesas intenciones obvias: cargarse lo poco de democracia que llevábamos en 1981, algo menos de cinco años y medio. Y cuando Puigdemont y Junqueras le imitaron con la declaración de independencia del 27 de octubre de 2017 no buscaban tampoco defender la legalidad sino imponer una dictadura en la que los constitucionalistas acabasen asimilados a los negros en la Sudáfrica del apartheid.
Con el asalto de sus seguidores al Capitolio, Trump tiró en 24 horas el prestigio que le quedaba por su buena gestión económica
Los destartalados mentales que entraron en el Capitolio como Pedro por su casa hace cuatro días no pretendían hacerse una foto en el sillón de Mike Pence, en el despacho de Nancy Pelosi o simplemente dar la nota saliendo en la tele para que les viera la parentela paleta de Nebraska o Arkansas. Buscaban revertir el resultado de unas Presidenciales que Biden ganó por 7 millones de votos que se dice pronto. Y lo hicieron alentados por un elefante blanco llamado Donald J. Trump que tiró en 24 horas el prestigio que le quedaba por una innegable buena gestión económica que había conducido a los Estados Unidos a los índices de desempleo más bajos en 53 años, a los menores ratios de paro entre las mujeres en 60 años y a las mejores cifras de ocupación entre la población negra de todos los tiempos.
La paradoja de Trump es que cuando apelaba a su parte genialoide, las menos de las veces, las cosas salían bien; pero cuando daba rienda suelta a su parte locoide, las más de las ocasiones, se iba todo al carajo. El miércoles no sólo se cargó la cuota positiva de su legado sino que mató para siempre las pocas posibilidades que le quedaban de intentar repetir Presidencia en 2024. Tres cuartos de lo mismo sucedió con su carismática hija Ivanka, a la que el dedito en Twitter redujo a la nada sus opciones de ser la cara amable del trumpismo en los próximos comicios, que están a tres años y nueve meses vista.
La anarquía que se apoderó del Congreso (la Cámara de Representantes) y el Senado estadounidense, de todo el Poder Legislativo, ahí es nada, es triste epítome de la decadencia de la mejor y mayor democracia de la historia que va camino de ser sorpassada por una China que es una terrible dictadura nos pongamos como nos pongamos. Joe Biden, el anciano presidente que cogerá el relevo de Donald Trump en 14 días sin Donald Trump —el mandatario saliente le dará plantón—, estuvo soberbio en sus dos comparecencias postgolpe: habló básicamente de “imagen tercermundista”. Ésa, y no otra, es la realidad por muchos paños calientes que se quieran poner. Acongoja, en cualquier caso, que una tiranía brutal vaya a mirar pronto por el retrovisor a una incuestionable democracia como primera potencia mundial, más por deméritos ajenos que por méritos propios.
Sea como fuere, ésa es la imagen que dio España en 2012 y 2016, con esos Rodea el Congreso que en realidad eran puros y duros Asalta el Congreso. En Madrid eran más, muchísimos más, pero menos aseados que en Washington. Más en términos absolutos e infinitamente muchos más en términos relativos, España tiene 45 millones de habitantes, EEUU pasa de los 330. Sea como fuere, dimos una imagen bananera con una multitud de desahogados intentando plantarse a las puertas de la sede de la soberanía popular con la intención obvia de impedir la traslación del resultado de las urnas a la votación parlamentaria que proclama al presidente del Gobierno. Sucedió el 29 de octubre de hace cuatro años pero también en septiembre de hace ocho cuando los piojosos fascistoides del 15-M, ésos que ahora viven en casoplones de 1,2 millones, forcejearon a cara de perro con nuestros eficaces antidisturbios —que la Loca Academia de Policía de Washington venga a tomar clases aquí— con la malsana intención de dejar el camino expedito a la Puerta de los Leones.
Fue aquel 25 de septiembre en el que el embajador del terrorista Otegi en Madrid, Pablo Iglesias, parecía que se iba a correr de gusto al expresar su “emoción” viendo cómo unos delincuentes de ultraizquierda pateaban a un miembro de las UIP con la perogrullesca intención de mandarlo al otro barrio. En aquel entonces, la basuresca clase mediática española, que escribe o se expresa con el carné morado en la boca, hablaba de “fiesta de la democracia”, de “pacífica protesta con algunos incidentes aislados” y otras lindezas. Cuando lo cierto es que de no haber tenido a los mejores antidisturbios del mundo hubieran invadido el Congreso para impedir la sanción del veredicto popular. Por no hablar de la campaña de blanqueamiento que este Gobierno delictuoso está desarrollando con el golpe de Estado que los delincuentes Junqueras y Puigdemont llevaron a cabo en Barcelona hace tres años.
Estos mismos medios, el 80% del total, santificaron aquellas insurrecciones delictivas que pusieron contra las cuerdas nuestro sistema democrático. La única diferencia con lo acontecido el miércoles a 7.000 kilómetros de distancia fue la profesionalidad de los agentes del orden: los de allá fueron incapaces de repeler el asalto, los de acá repelieron a las mucho más numerosas hordas podemitas o prepodemitas en un brillante ejercicio de proporcionalidad. No hay golpes de Estado o intentos de golpe de Estado buenos o malos en función de quién los perpetra. Todos son malos. Ya está bien de cinismos, de relativismos y de situar al comunismo ultraizquierdista en una posición de ventaja moral. Ni en la Guerra Civil hubo buenos y malos, todos eran malos, ni hay golpes necesarios y otros malévolos, todos son repugnantes, ni los fascistas indepes catalanes son Gandhi o Robin Hood, son una banda de malhechores. La democracia no se toca. Ni por la derecha, ni por la izquierda. Y el que lo intente ha de acabar en el lugar que la democracia tiene reservado a los golpistas: el hotel rejas.
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