Sánchez sobre Largo Caballero: una verdad, una falsedad y un disparate
«Un bel morir tutta una vita onora». La sentencia de Petrarca podría adaptarse al dramático destino que aguardaba a Francisco Largo Caballero después de la derrota de la Segunda República en 1939. Exiliado en Francia, donde vivió confinado y preso por el régimen de Vichy, que negó a Franco su extradición, fue detenido en febrero de 1943 por la Gestapo. El líder socialista pasó cerca de dos años preso en el campo de concentración nazi de Sachsenhausen, que fue liberado por los soviéticos en abril de 1945. Largo Caballero sólo sobrevivió un año al cautiverio nazi, ya que falleció en París el 23 de marzo de 1946, a los 76 años.
Como el de casi todos los protagonistas de la convulsa España de los años 30, el juicio sobre Largo Caballero se descoyunta al intentar calibrar su figura repartiéndola entre los dos platos de una balanza. En cada plato cada cual encontrará razones de peso para la crítica más despiadada o la alabanza más edulcorada.
Los habrá que defiendan que su reiterado llamamiento a la violencia revolucionaria contra la democracia burguesa, para implantar la dictadura del proletariado, no fue más que un exceso retórico. Y dirán que su objetivo era consolidar la hegemonía socialista entre la clase trabajadora ante los rivales anarquistas y comunistas, enfrentándose por ello a los que desde el propio PSOE defendían la vía del posibilismo reformista.
Y, de otro lado, los habrá que recriminen, pese a su absolución en el proceso judicial por falta de pruebas, su implicación en el golpe armado revolucionario organizado por el PSOE y la UGT en octubre de 1934 contra el orden constitucional republicano. Una implicación que lo hace responsable del primer paso, como así lo calificarían figuras como Salvador de Madariaga o Sir Raymond Carr, hacia el abismo fratricida por el que se despeñó España dos años después a raíz del golpe militar de julio de 1936.
Pero, como les sucede también a casi todos sus contemporáneos en ese tiempo de esperanza, agitación y confrontación que fue la Segunda República, la mirada del espectador suele conmoverse finalmente viendo que el marcador de la balanza está violentamente retorcido, lacerado por la metralla, salpicado de sangre. Y que la aguja señala la responsabilidad de los dirigentes de todo el arco político que trágicamente fueron dando peso a la profecía autocumplida del desgarro civil que nadie evitó.
Verdad histórica y burda falsedad
La reivindicación de Largo Caballero hecha por Pedro Sánchez tiene, a partes iguales, un tanto de verdad histórica y otro tanto de burda falsedad. Todo ello además, como viene siendo habitual en los discursos del presidente del Gobierno, cubierto de un envoltorio de temeraria banalidad.
Por lo que respecta a lo primero, la constatación de que Largo Caballero trabajó por «dignificar la vida de los más vulnerables» concuerda con su protagonismo legislativo como ministro de Trabajo y Previsión Social en el bienio social-azañista de 1931 a 1933, que situó a España en una línea avanzada en la normativa laboral. El líder ugetista supo impulsar medidas para mejorar las condiciones de los trabajadores, sin olvidar su afán constante por acrecentar el poder de las organizaciones obreras frente al de las patronales. Otro cantar fue la implantación y la aplicación de esas reformas, no sólo en una nación sacudida por los efectos de la Gran Depresión, sino también en medio de las tensiones entre quienes las veían como una amenaza para sus privilegios y quienes las consideraban de poca monta para sus ambiciones revolucionarias.
En lo que se refiere a la supuesta voluntad de Largo Caballero por “responder a la adversidad con más democracia”, como dijo Sánchez, ya queda apuntado más arriba su papel en la deriva revolucionaria del PSOE y la UGT, las dos formaciones que lideraba, a partir de la derrota de las izquierdas en las elecciones generales de noviembre de 1933. Su declarada apuesta por la superación de la democracia por la vía de la violencia para conquistar el socialismo y su permanente invocación al recurso a la guerra civil -incluso como amenaza ante la posible disolución de las Cortes constituyentes-, contradicen de plano la afirmación de Sánchez.
Lejos de controlar la violencia
Imposible no aludir en este contexto al papel de Largo Caballero en la Guerra Civil, como presidente del Gobierno y ministro de la Guerra entre septiembre de 1936 y mayo de 1937. Aparte de su incuestionable mérito de levantar un ejército regular en plena contienda a partir del caos de las milicias, el líder socialista hereda de su antecesor Giral la situación revolucionaria que la respuesta al golpe militar había provocado en el territorio dominado por las fuerzas leales. Largo Caballero estuvo lejos de controlar la violencia desatada contra los considerados desafectos hasta bien iniciado el año 1937, y bajo su mandato se produjeron en Paracuellos, Torrejón de Ardoz y Aravaca la mayor matanza de civiles de toda la contienda.
En el caso particular de la oleada de crímenes sufrida en Madrid desde julio de 1936, el líder socialista procuró transmitir a las cancillerías extranjeras que en octubre los asesinatos en la capital habían disminuido, en un intento de evitar el desprestigio de la causa republicana fuera de España. Una noticia que era del todo falsa: las milicias y fuerzas de seguridad habían dejado de «pasear» a sus víctimas en la capital para hacerlo en las localidades de la periferia como Fuencarral, Chamartín de la Rosa, Vallecas, Hortaleza o Vicálvaro, en muchas de las cuales, lejos de disminuir, los asesinatos aumentaron.
Quedaría el envoltorio de la temeraria banalidad de lo declarado por Sánchez. Es marca de la casa intentar solemnizar una declaración basada en algo tan absurdo y manipulador como la superposición de planos cronológicos. Lo más sencillo habría sido recordar a Largo Caballero en su tiempo histórico, lo que tendría su lógica en el contexto de un congreso de UGT. Quizás incluso habría sido más efectivo e inteligible para el profano, pero insertar su figura en el eje en que gira la España actual solo lleva a un irresponsable equívoco. Porque, en definitiva, el mensaje solemne que Sánchez parecía querer transmitir a la sociedad española es que el PSOE ha vuelto ochenta años atrás para proclamarse de nuevo ‘caballerista’ y reivindicar su esencia revolucionaria. Un disparate.
Pedro Corral es periodista y escritor.
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