Opinión

Sánchez, Pepe y Unai: la farsa de mayo

Salvo que me falle la memoria, que puede ser porque hace tiempo que he dejado de ser un chico, aunque siga siendo de derechas, no recuerdo haber visto nunca a ministros del primer PSOE, que llegó al poder en 1982, al lado de los sindicatos en las manifestaciones del Primero de Mayo. El pasado lunes, en cambio, hasta seis personajes que se sientan en la mesa del Consejo, acompañaron a los sátrapas Pepe Álvarez y Unai Sordo en las protestas en un maridaje repugnante, además de obsceno. También es cierto que, en aquella época ya lejana, los socialistas del momento estaban convencidos de que gobernar es arriesgar, y tenían mucho que hacer como para distraerse con frivolidades. La herencia recibida por Felipe González no era en absoluto buena. Pasados los años acabó empeorándola, pero inicialmente se dedicó a tratar de paliar con buen tino la delicada situación económica.

Contó para ello con algunos ministros preparados y responsables como el gran Miguel Boyer, o Carlos Solchaga o el propio Joaquín Almunia, su primer ministro de Trabajo. En general, todos están a años luz de la mediocridad lacerante que actualmente nos rodea. La decisión inmediata del primero fue devaluar la peseta, para restablecer el equilibrio de nuestros intercambios con el exterior, luego liberalizó los alquileres estableciendo el sentido común en el mercado de la vivienda y mejorando el aspecto tanto exterior como interno de los edificios y ciudades. El segundo tuvo que afrontar un asunto tan urgente como peliagudo: la reconversión industrial de sectores anticompetitivos que se habían convertido en un agujero negro para el presupuesto público. El tercero inventó la contratación temporal, que era la única manera de desahogar el mercado de trabajo, atenazado por la rigidez normativa y la oposición de las centrales a introducir flexibilidad en las relaciones laborales.

Excepto en el caso de la reconversión industrial, que se hizo con determinación y éxito en medio de protestas masivas y violentas, en los demás casos se trataba solo de paliar la situación económica general del país, que jamás ha interesado a los sindicatos. La consecuencia es que nunca los ministros de entonces tenían nada que hacer los primeros de mayo, salvo tomarse un refrigerio y un merecido descanso. Así debe ser y era el orden natural de las cosas hasta que Zapatero y Sánchez llegaron a la Presidencia, que ha producido un hecho insólito en los países desarrollados: en España se gobierna en alianza con los sindicatos, previo pago de una subvención que ha alcanzado niveles escandalosos.

Cualquiera que me esté leyendo, y que no conozca mi trayectoria, pensará que alguna vez he sido socialista. No. En absoluto. Detesto a los socialistas de ahora, pero tampoco tengo nostalgia de aquéllos, que eran bastante más decentes y civilizados. Fueron escrupulosos desde el punto de vista económico, pues se dedicaron a mantener los equilibrios financieros del sistema, subieron los tipos de interés, lo que hizo falta para que la inflación no entrase en barrena, pero desde ningún punto de vista hicieron una política liberal ni tampoco exigieron los sacrificios correspondientes que a veces requería el país.

Enojaron a los sindicatos con muchas de sus medidas, pero nunca pusieron en peligro sus canonjías monetarias -entonces menores- ni desafiaron abiertamente su influencia política, conservando su dominio sobre la negociación colectiva y cediendo en demasiada ocasiones y de manera innecesaria a sus caprichos. En todo este trayecto, hasta que llegó el PP al poder en 1996, dieron rienda suelta al gasto, inyectando grasa letal en el mal llamado Estado de Bienestar, y endosando al sector público tareas que bien podría haber hecho desde el comienzo la empresa privada a un coste menor y con una eficiencia notablemente más elevada.

El resultado del paso por el Gobierno de Felipe González dejó mucho que desear. No hay que despreciar el progreso general vivido en aquellos primeros catorce años, pero tampoco conviene olvidar que cuando González abandonó el poder el déficit público era del 7%, la inflación estaba desatada y el paro rozaba el 20%. Y todo esto en gran parte por obra y gracia de los sindicatos, que el 14 de diciembre de 1988 organizaron una huelga general por motivos ridículos, cuyo éxito fue total y absoluto, hasta el punto de que González dio un golpe de timón, viró 180 grados, y toda su estrategia económica y política fue a peor.

Éste fue un asunto no menor, premonitorio de todo lo que ha sucedido después, ya que el pretexto del conflicto fue un plan de empleo juvenil inofensivo, que en el fondo escondía una reclamación totalitaria, esencial y de más enjundia: que los trabajadores se beneficiaran más del progreso económico, o dicho de otra manera, la petición de esquilmar a los empresarios, a la gente productiva del país, y a los trabajadores más laboriosos, honrados y decentes. Ya dijo en su momento Marx, en cuyo nombre se manifiestan estos iletrados de estómagos agradecidos todos los primeros de mayo que la historia se repite dos veces: «la primera como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa». Nosotros estamos en esta segunda fase gracias a Pedro, Pepe y Unai: un trío de ases.

¿Queda algún hálito de esperanza? ¡Claro! La derecha va a volver a gobernar en Suecia y en Finlandia, dos de los países adorados por los socialistas, que ya llevan años con una presión fiscal sobre las empresas muy inferior a la que somete España al mundo de los negocios. Y van a gobernar porque están hartos de la hemorragia de gasto público que llevan soportando durante décadas a costa de las unidades productivas de riqueza. En Italia gobierna con gran éxito Meloni, que ha aprovechado el Primero de Mayo para aprobar por fin una reforma laboral que disipa la cuña fiscal sobre las empresas -esa que las extorsiona con cuotas sociales e impuestos que encarecen el empleo y provocan paro-, y que también se ha atrevido a liquidar sin contemplaciones el ingreso mínimo vital, pasto de irregularidades y de fraude. Y todo esto lo hace porque, según dice con acierto y criterio, todavía hay una alternativa al subsidio, y ésta no es la de robar, como han respondido los sindicatos, sino la de intentar trabajar, como diría Pericles, como sería tan conveniente en nuestro país. También hay esperanza en España: que el PP llegue al Gobierno y liquide este lustro ominoso con la misma determinación que anuncian los países del norte y los italianos.