Sánchez, el país de la subvención y del chándal
Estoy desayunando el sábado con Amadeo, mi amigo pensionista irreductible al socialismo, al que jamás podrá Sánchez comprar subiendo su retiro porque lo detesta, cuando entra otro jubilado de mal cariz y empieza con la conversación habitual en los bares en estos tiempos inciertos: la cesta de la compra. Todo el mundo se queja de lo cara que se ha vuelto la vida, y ¿cómo no -me pregunto- si llevamos años viviendo de prestado con unos tipos de interés a cero, liquidez por doquier y los precios planos hasta que las costuras del sistema han explotado? ¿Cómo no, si además estamos en guerra a no demasiados kilómetros de aquí, que ha encarecido las fuentes de energía mientras las cadenas de suministro y los fletes todavía no se han recuperado plenamente de los efectos nocivos de la pandemia?
Así que este señor que interrumpe nuestra conversación está indignado por lo que está sucediendo y su desahogo es que el Gobierno tiene que hacer algo, tiene que poner freno a esta escalada, debe parar los pies a los Mercadona y demás de turno y arreglar la situación a la mayor velocidad posible. La proverbial inteligencia que inspira a Podemos ya ha dado con la solución: dar otro cheque de 500 euros a los llamados vulnerables, poner un impuesto a las distribuidoras y congelar las hipotecas. Estos señores serían capaces de gravar hasta al Espíritu Santo, si fuera posible.
Cuando oigo esta retahíla de insensateces, pienso: ¡qué pena de país! Tantos años de socialismo lo han corrompido hasta el límite. Lo han infantilizado hasta el extremo. La mayoría de los ciudadanos demanda asistencia permanente, de modo que cuando tenemos un problema, ya sea con las cosas de comer o con las hipotecas o con cualquier tropiezo, por mínimo que sea, el recurso de primera instancia al que se acude -aunque los que lo hagan cobren la pensión máxima- es pedir socorro al Gobierno, y no se admite un no por respuesta, como les pasa a los adolescentes contemporáneos con sus padres enfermizamente débiles y contaminados por la pedagogía progresista.
Yo siempre he pensado que la mejor manera de educar a la prole es decirles casi siempre que no. Al fin y al cabo, la palabra ‘no’ es lo primero que espontáneamente aprenden a decir los niños. Son esencialmente negacionistas. No quieren comer el puré de verduras ni el de frutas ni por supuesto echarse la siesta para dejarnos tranquilos ni tampoco dormir por la noche. Pero el socialismo ha trastocado todos los valores hasta desfigurar la naturaleza humana. Sus gobiernos, y especialmente el de Sánchez, es el del sí a todos nuestros caprichos porque el presidente es un tipo tan extraordinario y generoso que no quiere dejar a nadie atrás. Por el momento. Si continúa mucho más al frente de la nación, mi opinión es que acabaremos todos arrastrados y pidiendo auxilio, pero ya no del poder político corruptor sino de la pura asistencia exterior, o sea, de alguna clase de institución internacional que, a cambio de comprometerse a limpiar nuestras cuentas y ponerlas en orden, nos imponga los deberes correspondientes, como los maestros de antes, que esos sí que sabían, y así daban bofetadas benéficas, correctoras y merecidas de vez en cuando.
Contra lo que piensa este jubilado del régimen, cualquier intervención en los productos alimenticios provocará muchos más perjuicios que los beneficios que espera, así como producirá una distorsión del mercado y un reguero de injusticias sin límite. Primará a unos productos, y por tanto fabricantes, sobre otros, creará un trato desigual entre las marcas legítimas de sus propietarios, elevará el pesado fardo de subvenciones que atenaza el presupuesto del país y no servirá para controlar los precios a medio plazo. Las inevitables consecuencias serán la escasez, por la falta de oferta de bienes -ya sean de primera necesidad- a precios artificiales, desprovistos de rentabilidad, y como resultado final la aparición del mercado negro.
¿Quién nos iba a decir que Sánchez, ese personaje atado inmarcesiblemente al fantasma de Franco, resucitaría después de tantas décadas el estraperlo, en el que participó durante la posguerra tan activamente mi padre, que en paz descanse, y del que tampoco sabrán nunca nuestros jóvenes impregnados por la memoria histórica sectaria y nociva?
Todo este movimiento protector y supuestamente reconfortante del Gobierno se impulsa, naturalmente, para guarecer de las inclemencias de la guerra, así como de las siempre benéficas condiciones del mercado, a las llamadas clases vulnerables. Sinceramente, ¡estoy harto de esta afirmación cínica e impropia! Ya la política fiscal de este país, dictada por los socialistas de todos los partidos, es tremendamente redistributiva e ilimitadamente complaciente con los desfavorecidos a costa de desincentivar cada vez más a las unidades productivas de riqueza, a aquellos más aptos y en mejores condiciones de generar actividad económica y puestos de trabajo. Pero aquí no acaba todo. Es que no podemos afrontar por más tiempo este derroche de recursos en fines improductivos que además consolidan a los llamados vulnerables en la trampa de la pobreza. Que se niegan a ingresar en la economía legal y que viven mejor del subsidio más la chapuza adicional que del trabajo ordinario, reglado y gravado ominosamente con más impuestos que nunca.
Ya sé que a este jubilado que ha interrumpido el desayuno que celebraba con Amadeo le importa un pimiento, pero cualquier clase de subvención a la compra de productos básicos irá contra la cuenta corriente del Estado, disparará el gasto y empujará al alza una deuda cada vez más complicada de pagar. Redundará en la estrategia consustancial al socialismo, que es vivir a cuenta del futuro hasta que llegue el momento en el que alguien diga, la autoridad europea, que no podemos seguir recorriendo esa senda letal. Todos los economistas, todos los expertos, todo el mundo desea que la gente viva bien, con salarios dignos, con la capacidad de compra suficiente para cubrir sus necesidades más perentorias. Quizá esto sería posible si se descargara a las empresas de una presión fiscal que roza la confiscación, así como de otras obligaciones siempre costosas como la igualdad de género, la movilidad ecológica de los empleados y otras ocurrencias contemporáneas. Desgraciadamente, la política de este Gobierno para colmar esta clase de expectativas inusitadas, a fin de que sigamos instalados en nuestra zona de confort, acabará perjudicando precisamente a los que se propone defender. Pero qué vamos a esperar del país que desea Sánchez, cautivo de su respiración asistida, y viviendo de la subvención. ¿Qué pueden pensar los hijos que han visto a sus padres media vida alimentados por la sopa boba y todo el día en chándal viendo Sálvame?
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