Opinión

Retos para el 11-N

Sea cual sea el resultado que arrojen las elecciones el próximo domingo 10 de noviembre, se plantean retos ante la encrucijada de la economía española. Para quien suscribe, son dudas existenciales sobre nuestro futuro que, con su venia y a vuela pluma, a modo de síntesis de urgencia, me limito a apuntar.

¿Podemos hablar de recuperación económica sólida cuando nuestros indicadores son algo renqueantes y ponen de manifiesto que simplemente vamos tirando? Los últimos datos conocidos acerca del crecimiento de nuestra economía no son malos, pero, a mi entender, sí son débiles. Estamos al pairo. Nuestra navegación económica no es firme y sinceramente le falta solidez y solvencia. El descenso del PIB desde 2016 hasta 2019 y con todos los visos de agudizarse algo más durante 2020, es un toque de atención para navegantes.

¿Hay soluciones efectivas para erradicar el paro y cambiar seriamente y sin politiqueos la formación básica, profesional y universitaria, adaptándolas a las necesidades reales de nuestra economía? De nuevo, los últimos datos publicados por Eurostat son contumaces y colocan al desempleo en España en la cuerda floja con una tasa del 14,2% en septiembre, por detrás de Grecia, cuyo paro gradualmente se va rebajando y es ya del 16,9%. España prácticamente dobla la media paro de la zona euro en septiembre que es del 7,5% y estamos muy por encima del nivel de paro de la Unión Europea que es del 6,3%.

Deberíamos aprender de otros modelos de países europeos como Chequia, con un desempleo de solo el 2,1%, de Alemania con el 3,1%, de Polonia con el 3,3% o de Hungría con el 3,4%. Y si mala es nuestra tasa de desempleo, peor todavía y más grave es el desempleo juvenil que lidera los rankings europeos con el 32,8% frente a una media en Europa del 14,5% y en la zona euro del 15,9%. La plaga del paro, desde que estalló la crisis en 2008 y cuando se sintieron sus primeras embestidas en 2009, por más que en parte queramos pensar que se ha mitigado, sigue causando estragos tanto entre los propios desempleados que quedan fuera del mercado de trabajo, y algunos hace ya bastantes años que están en órsay, como en quienes se ven obligados a aceptar, porque no hay otra alternativa, un empleo precario o, lo que más o menos viene a ser lo mismo a efectos prácticos, el subempleo.

¿Sabemos qué modelo económico-productivo tiene que seguir España y cuál tiene que ser su patrón de crecimiento? En este punto, subrayemos que hasta el momento presente no hemos tenido oportunidad de escuchar a ninguno de los candidatos proponer enfoques sobre un golpe de timón en nuestra andadura económica. Por consiguiente, el 11 de noviembre continuaremos con las mismas cantinelas de siempre. Y paulatinamente, la economía española se irá socavando. En España, lo de la innovación sigue siendo un vocablo acertado que impacta favorablemente entre la concurrencia, que suena bien, pero que cuesta demasiado llevar a la práctica, quizás porque estamos demasiado acomodados con lo nuestro y faltos de estímulos y acicates para dar pasos adelante. Nuestras empresas, con frecuencia, responden a hormas rancias en las que de vez en cuando se atisba algún ramalazo innovador, pero el esfuerzo en investigación y desarrollo de nuestro país es muy bajo si se compara con los países de nuestro entorno y del contexto desarrollado. Y la clase política decididamente no está por la labor de pensar en nuestro modelo productivo ni de implementar un sólido patrón de crecimiento que haga de nuestra economía una referencia competitiva y productiva, salvo que sea forzando devaluaciones salariales. Estamos desangelados en cuanto a capacidades de innovación.

¿Habrá alguien capaz de embridar, no sólo de palabra, sino con hechos y resultados, la lacra del gasto y el déficit público y el lastre de nuestra deuda pública? No insistiré otra vez con esos preocupantes argumentos tan reiterativos que periódicamente esgrimo. Me limito a precisar que nuestro déficit público entre 2008 y 2020 acumulará la friolera de 837.000 millones de euros perdidos a causa del mayor gasto público sobre los ingresos obtenidos por el conjunto del Estado y que la deuda bruta total de España – pasivos en circulación de nuestras Administraciones Públicas, que constituyen el monto total de pasivos exigibles del conjunto del Estado – suma hoy 1.774.125 millones de euros que equivalen al 145% de nuestro PIB. De no remediarse esas tonalidades tan perjudiciales, nos abocamos hacia un desastre.

Por más impuestos que la izquierda se proponga recaudar, succionando dinero del sector privado que tendría una clara aplicación hacia el gasto, el ahorro y la inversión, ese numerario, extraído de nuestros bolsillos nutrirá las cañerías del incesante gasto público que en buena parte está caracterizado por tics endogámicos, esto es, reservado para el propio establishment político sin que redunde en mejoras para la sociedad, más allá de la seducción de puntuales propuestas electorales tendentes a que la pesca de votos dé sus buenos réditos.

¿Está nuestra clase política capacitada para encarrilar a España en el actual e imperante entorno disruptivo? Los latidos económicos del capitalismo tecnológico que son los que marcan el paso en el mundo, cada vez están más alejados de nuestras latitudes. Por acá seguimos con las mismas empresas de siempre, con iguales paradigmas económicos que años atrás y la evolución y revolución tecnológica que está cambiando al mundo, exceptuando casos concretos, suena aquí a mensajes celestiales que no van con nosotros. Un pequeño garbeo por California, por esos incipientes e imparables pasajes teñidos de otros coloridos económicos, aleccionan en pos de hacia dónde deberíamos enfocarnos para escalar posiciones. De lo contrario, nuestro retroceso cada vez será más acusado.

¿Se plantea alguna formación una reforma fiscal cabal y con empatía, alejada de remiendos chapuceros? No puede, ni mucho menos, hablarse de seriedad y altura de miras en cuanto a reformas tributarias cuando dos figuras están convirtiéndose en ejes fundamentales de la pseudo reforma fiscal: armonizar el Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones, de un lado, y hacer lo propio con el Impuesto sobre el Patrimonio. Del primero cabe decir que, bajo primorosas promesas de un sistema fiscal moderno, del siglo XXI, progresivo y no sé cuántos ditirambos más, se pretende romper la competitividad fiscal entre comunidades autónomas, que ha esbozado los lindes de un más o menos marcado federalismo tributario, poniendo a los muertos como objeto del deseo recaudador y propiciando un particular caldo de cultivo de lo que sería la necrofilia tributaria. Así el progreso fiscal depende de la muerte de los moribundos y de sus caudales para que los gobiernos de turno, autonómicos y amparados por el gobierno central, se lancen hacia el muerto cual aves carroñeras para pegarse un festín tributario. Por tanto, uno de los grandes pilares de la mejora del sistema fiscal español, como flash de reforma de calado, estriba en potenciar la fiscalidad mortis causa.

De la segunda figura tributaria, el Impuesto sobre el Patrimonio, baste decir que se trata de un tributo que está en desuso en la mayor parte de países de nuestro entorno por retrógrado, desfasado, trasnochado, por sus vestigios con reminiscencias bélicas – para financiar guerras de antaño – y, hasta cierto punto, por su poder confiscatorio.

Y entre ambos impuestos, el de Sucesiones y el del Patrimonio, se agitan las dudas de lo que sería no ya una doble tributación sino una triple tributación si se considera el Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas, el inefable IRPF. Porque la secuencia tributaria es que uno obtiene sus rentas y paga el IRPF por ellas, y con el dinero restante, que ya ha tributado, en vez de gastar, ahorra e invierte, con lo cual se ve penalizado por el Impuesto sobre el Patrimonio. Más impuesto sobre rentas que ya en origen y en percepción han tributado y que luego, al no gastarse, vuelven a tributar cada año. El colmo llega con la defunción. Lo que queda de aquellos patrimonios que, en su día, al obtener fuentes de renta implicaron tributación por el IRPF y luego por el Impuesto sobre el Patrimonio, la traca final impositiva corre a cargo del Impuesto sobre Sucesiones. En definitiva, que uno se queda casi pelado coincidiendo con su paso al cielo, al infierno, al purgatorio o al limbo de los justos.

Por si eso fuera poco, se empeñan los políticos de izquierdas en proponer mayores cargas tributarias para nuestras empresas, jugando con la figura primordial del Impuesto sobre Sociedades, justo en un momento en el que el empresariado se dispone a navegar, si no lo está haciendo ya, por las procelosas aguas de la desaceleración económica, cuando no crisis amenazante. No es éste momento propicio para redoblar presiones fiscales en un país que en 2018 ha aumentado el ratio de sus ingresos fiscales – impuestos y cotizaciones sociales – sobre el producto interior bruto hasta el 35,4%, sino más bien estos son tiempos en los que el raciocinio debiera de imponerse atajando los ramalazos de gasto público improductivo y desprendido.

¿De verdad hay algún partido político que tenga conciencia de que nuestro sistema de pensiones se encamina hacia la bancarrota? ¿Alguna opción política es consciente que de seguir por la actual senda deficitaria por la que nos despeñamos, no será factible sostener el actual estado del bienestar? Los números de la Seguridad Social son escalofriantes. El envejecimiento de la población, incuestionable. Más defunciones que nacimientos. La longevidad va en aumento. Los nuevos jubilados devengan pensiones mucho más elevadas que hace pocos años. La hucha de las pensiones, esto es, el fondo de reserva de las pensiones que alcanzó a finales de 2011 un saldo de 66.815 millones de euros, sin que entonces apenas existiera deuda contraída por los  Organismos de la Seguridad Social, hoy – diciembre de 2019, para ser más exactos – está a punto de reducir su saldo a 1.543 millones de euros y en estos momentos la deuda de la Seguridad Social arroja un saldo de 51.193 millones de euros que acabará 2019 no lejos de los 60.000 millones de euros.

Lo peor del asunto es la marcada tendencia deficitaria del sistema de la Seguridad Social que en 2012 obtuvo un saldo negativo de 10.171 millones de euros, en 2013 de 11.541 millones, en 2014 de 10.763 millones, en 2015 de 13.150 millones, en 2016 se disparó a 18.096 millones, en 2017 fue de 16.775 millones y en 2018 de 17.088 millones, con una previsión de déficit para 2019 del orden de los 19.000 millones.

En esos años, de 2012 a 2019, el montante teñido de rojo de los números de la Seguridad Social vomita casi 117.000 millones de euros perdidos. Difícil tesitura, por ende, en cuanto a la sostenibilidad del sistema de la Seguridad Social, con serias dudas acerca de su suficiencia financiera. El cambio de modelo del sistema de reparto al de capitalización, en buena lid, no puede postergarse “sine die” y cuanto antes se afronte el problema, antes podrá detenerse esa hemorragia imparable.

Por hoy, concluimos aquí si bien es cierto que cada uno de los puntos expuestos por sí solos dan para abordar un tratado específico y someterse a estudios concienzudos que aporten luz y soluciones ante esas brechas que acechan tanto a la economía española como a nuestras finanzas públicas. El reproche, en vísperas electorales, que cabe hacer a nuestros líderes políticos es que hayan esquivado esos temas como, sin duda, muchos otros que serán susceptibles de agregarse en ese sucinto vademécum que superficialmente se ha descrito. ¡Qué Dios reparta suerte!, que la necesitaremos…