Opinión

El ‘procés’ de Sánchez puede ser aún peor

La insoportable sensación de que la fuga de Puigdemont estaba pactada con Pedro Sánchez, a cambio de que el prófugo no reventara la investidura del nefasto Salvador IIla, es directamente proporcional a la certeza de que la nueva legislatura de Cataluña está abocada a una segunda parte del procés de impredecibles consecuencias.

La diferencia con el abortado golpe de 2017 es que hoy el piloto del procés es el propio Pedro Sánchez, pues no otro es el sentido de la investidura de Illa: pasar el testigo de Puigdemont al propio jefe de Gobierno, utilizando al calamitoso ministro de Sanidad durante la pandemia como mero testaferro.
Entre lo más insólito de esta operación se encuentra el subterfugio con que Sánchez ha disfrazado su pase a las filas de un nacionalismo supremacista y xenófobo que condena a los españoles a ser extranjeros en su propia tierra. Si es verdad que el suyo es un avance hacia la España federal, está tardando ya en anunciar la entrega de las llaves de la caja común al resto de las regiones.

Sabe que esto es de imposible realización sin que se le venga abajo su propio chiringuito. De hecho, el pesebre socialista que da de comer a sus legiones en el aparato del Estado, empresas públicas, organismos autónomos, etc., estaría también afectado por la limitación de recursos que puede implicar el cupo catalán.

Sin duda, esta realidad podría explicar también la hasta ahora tímida reacción de sus barones regionales: si el grifo de la financiación se estrecha, también lo harán las posibilidades de colocar a tantos expertos en worperfe y en ópera luso-extremeña-tailandesa como pululan en las familias del partido, empezando por la del propio jefe de Gobierno.

Sánchez ha logrado que el armazón de la España constitucional que debería de afrontar esta segunda parte del procés esté suspendido en el vacío. Es sobre todo el vacío amoral, el agujero negro de la falta de escrúpulos, la profundidad abisal del credo cínico de un jefe de Gobierno que está resuelto a que nuestro Estado de derecho no pueda hacer frente a ningún desafío que le reste a él posibilidades de permanecer en el poder. Ni siquiera el desafío del que él mismo ha cogido las riendas, como es la separación virtual de Cataluña de la arquitectura constitucional cimentada en la igualdad y solidaridad.

Lo que se vende como virtuosa política que ha puesto fin al procés no es más que un apaño corrupto para que éste siga adelante sin posibilidad de vuelta atrás, con un factor añadido: la elaboración siniestra del mensaje de que solo Pedro Sánchez garantizará la paz social mediante la preservación de sus cesiones a los secesionistas, frente a quienes aboguen por la restitución del orden constitucional y la desarticulación de la complicidad del PSOE con los golpistas.

Complicidad que, desde la Ley de Amnistía que pretende borrar sus delitos, se extiende también a los que usaron la violencia en Cataluña en los aciagos días del procés y en los disturbios que siguieron a la sentencia del Supremo contra sus cabecillas. Los violentos de entonces, convertidos en deudores de Sánchez, puede que no duden mucho a la hora de incendiar las calles de nuevo para defender las cesiones de su nuevo líder, incluida la amnistía de sus propios delitos.

Sánchez juega con fuego conscientemente. Ante una posible alternativa democrática a su poder, cree que blandir la amenaza de que sus hoy aliados puedan prender de nuevo la hoguera de la revuelta le servirá de círculo protector, pensando que la opinión pública preferirá la política de apaciguamiento y rendición ante los extremistas, y no su sometimiento a la ley.

Esa es la misma estrategia claudicante puesta en escena en el circo de la fuga de Puigdemont: convencer a los españoles de que permitir la huida del prófugo era un mal menor frente a las consecuencias que hubiera podido tener capturarlo en cumplimiento de la orden de detención del Supremo.
Aquí Sánchez ha jugado deliberadamente a la erosión de la Justicia, promoviendo la imagen de que se puede dar esquinazo a unos señores con toga, cuando éstos están cumpliendo su labor de defendernos a todos mediante la orden de detención contra Puigdemont. A esto anda jugando Sánchez con sus socios desde el comienzo de la legislatura: a dar esquinazo a todos los españoles que creen en el imperio de la ley.

Cuando desde el propio poder se postula la especie de que cumplir la ley es una amenaza para la paz social e incumplirla una garantía para la misma, se quiebra en lo más profundo el sentido de la convivencia en democracia, para instaurar un régimen de arbitrariedad, injusticia y desigualdad. El tipo de régimen que solo obedece a una ley: la del más fuerte, esto es, la ley de la jungla en que se había adentrado la política catalana y a la que, por voluntad de Sánchez, se ha adentrado también ya la política española sin remisión aparente.

Pedro Sánchez ha generado una nueva filosofía en relación con el fin y los medios en política. Hoy conocemos ya su extrema convicción de que el poder es un medio para que su poder no tenga fin. Bajo esta convicción disolvente, no hay fundamento democrático que Sánchez no se resista a corromper. Ni siquiera la de la neutralidad de los cuerpos policiales, puesta gravemente en entredicho con el circo de Puigdemont. Como bien señalaba el tuitero Pastrana, «si se decide a quién no detener de forma arbitraria, el siguiente paso es decidir a quién detener de forma arbitraria».

Frente a este tsunami antidemocrático generado en los sótanos de la Moncloa, frente a esta ola gigante de corrupción mafiosa por la que se intercambia poder por impunidad, hará falta anteponer la fuerza de nuestras convicciones en la defensa del Estado de Derecho, con el firme respaldo a todos los que velan por el cumplimiento de la ley.

La Justicia, las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado y todos los funcionarios que garantizan cada día los derechos y libertades reconocidos a los ciudadanos en la España constitucional no pueden claudicar de sus desempeños por la voluntad de un personaje que se resiste a llevarse su colchón de la Moncloa. Sin duda, es preferible que sea el colchón de Sánchez el que acabe en el vertedero y no la España democrática. Al fin y al cabo, Sánchez puede comprarse otro, pero los demás no tenemos otra España que esta.