Opinión

La política española es un carnaval constante

En carnaval todo asomo de orden desaparece de las calles. La ley y la norma se desvanecen y el desenfreno muestra su aspecto más destructivo. El fin es trastocar y alterar durante días el orden imperante y disfrutar “de la carne” desde el lado más extremo y grotesco, más extravagante e incluso ridículo. Tras el desenfreno y la inmoderación, el orden social vuelve a renovarse celebrando, como río que encuentra de nuevo su cauce, su triunfo sobre el desorden. El mensaje del precepto, de la jerarquía y del sistema aparecen como la claridad del día cuando amanece. Durante el carnaval, el pudor parece haber desaparecido, donde y desde un presunto “derecho al desenfreno”, se desemboca en un vale todo y se contraponen carne y razón, descaro y espíritu, anarquía y ley. Todo está permitido y se opaca el “yo conocido” para fantasear e ilusionarse con el “yo querido”. Se utilizan máscaras, caretas y antifaces. Enmascarados y ocultos, se produce la fusión de canto, baile y fiesta, de entrega y simbiosis con los placeres de la diversión. Es protagonista de nuestro vestuario el disfraz, que muestra la apariencia de lo que quizá a uno le gustaría ser y que da una personalidad distinta a la que se tiene durante el tedio diario y bajo la cual algunos se guarecen para hacer lo que de otro modo no se atreverían.

En España vivimos ese festivo carnaval de manera constante. Ejemplo de ello es el postureo de Podemos con su último numerito durante la visita de Macri, presidente de Argentina, al Congreso de los Diputados. Continuos desplantes plagados de grosería, obscenidad y falta de respeto a las instituciones. Ese disfraz de “revolucionario de salón”, de progre que azuza a las masas desde el cuartito de su confortable casa. Ese carnaval constante de la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau y su tropel de soberanistas, tantas veces disfrazados de turba. Y desde su “fiesta carnal”, convocando manifestaciones donde se solicita la acogida de más refugiados bajo las hipócritas declaraciones de la descarada regidora, afirmando que “Barcelona se debía convertir en la capital de la esperanza, de la defensa de los derechos humanos y de la paz». Y digo yo, menos para los que se sienten españoles. Carnaval constante el que vive Zapatero y su papel en Venezuela. Su disfraz sombrío, gris, lúgubre. Su complicidad con la dictadura chavista, actuando como encubridor de un régimen donde escasean los bienes de primera necesidad y los miembros de la oposición son encarcelados como presos políticos mediante farsas judiciales. Su tibieza e incluso condescendencia le otorgan la máscara de fantoche, de bufón de la corte bolivariana.

En constante carnaval vive Ciudadanos. Su postura imprecisa y desdibujada sobre la exigencia de responsabilidades en casos de corrupción invitan a comprarles un disfraz de niño pequeño. Al menos, hasta que sepan lo que quieren cuando sean mayores. Sus frases y postulados dogmáticos no casan con la realidad de sus hechos. Cuando su presidente en la Comunidad de Madrid, Ignacio Aguado, afirma que “son intransigentes con la corrupción venga de donde venga y se llame como se llame», no pregona con el ejemplo. Sus actuaciones en la Trama Púnica se compadecen bien poco con la laxitud con el Gobierno socialista de Susana Díaz, llegando a manifestar un líder naranja que no se han visto indicios de corrupción en altos cargos de la administración socialista andaluza, imputados por diversos delitos. Extraño carnaval el que se vive en algunos sectores de la justicia.

El presidente de Murcia es imputado en 15 ocasiones y en todas ellas es desimputado. Y tras esto, un juez desoye a la Fiscalía Anticorrupción, donde el Ministerio Público no ve indicios de delito en la gestión del presidente murciano, pero vuelve a actuar contra Pedro Antonio Sánchez. Ese carnaval temporal, festivo y anárquico, sin sujeción a norma alguna y preludio de la cuaresma, es hoy una realidad en España. Y como dijo el escritor y ensayista Philip Dick: “Tenemos un montón de goteras en nuestra realidad”.