Opinión

El Planeta de Podemos

Ahora sabemos que el objetivo no era llegar a la política para intentar cambiarla o mejorarla -y menos al poder, con lo que nunca soñaron-; de lo que se trata es de un constante ejercicio de supervivencia que les obliga a estar en contra de todo.  

Los nuevos herederos del comunismo no encuentran su sitio en ningún lugar reconocible, porque en ninguna comunidad proba van a superar su resentimiento y el complejo que les genera su indigencia intelectual y una incapacidad para el esfuerzo que les impide prosperar honestamente. Por eso arremeten contra la organización política o social, la evolución cultural y la creación artística o el hecho religioso. Nada merece ser defendido y todo tiene que ser atacado: la familia, la escuela, la unidad e historia de los países (que no sean comunistas), la lengua, los modelos económicos o los ordenamientos jurídicos y la propia justicia. 

Podían explicarles Monedero o Iglesias que hasta en el comunismo libertario se aceptaban algunas reglas básicas, porque, interpretando a Ortega y Gasset, la ruptura total con las normas no lleva al comunismo, sino al caos.  Pero lo peor es que en esta huida hacia delante, esos ideólogos de cabecera, que son muy mal intencionados pero que son conscientes de su impostura, han sido superados por atrabiliarios personajes que no tienen freno intelectual para llevar su cuestionamiento un paso más allá. Así es, oyendo estos últimos días a Díaz, a Belarra o a Montero caemos en que no es que no les sirva ninguna institución humana, sino que dan por superado el derecho natural e, incluso, llegan a cuestionar la propia naturaleza del que se deriva.

Podríamos entender que no les valga la solución bíblica, que hasta en la mente de los niños se acepta como un recurso narrativo, pero es que tampoco las teorías científicas de la evolución natural son aceptables. Así, estamos contemplando atónitos que, en su desvarío, se arrogan misiones creacionistas y otorgan y retiran derechos naturales a las personas y a los animales. Un ejemplo evidente es que no aceptan que en los seres vivos con sistemas de reproducción sexual existen los géneros básicos de macho y hembra, que son los que permiten, entre otras cosas, la procreación y la conservación de las especies; también lo es que no aceptan leyes de la naturaleza como la supervivencia -que lleva en ocasiones al uso de la fuerza-, el instinto maternal o la organización gregaria con estructuras jerárquicas. En consecuencia, consideran -e incluso legislan sobre ellas- las cualidades y capacidades naturales como derechos de las personas y, a veces, de los animales.

Pues bien, estos ridículos personajes y sus absurdos planteamientos, que no pasarían de ser mujeres barbudas u hombres elefante que contemplaríamos entre risas y compasión, han encontrado en el mundo actual, y especialmente en España, un apropiado caldo de cultivo que les ha permitido adquirir protagonismo y aun preponderancia.

En primer lugar, nuestra sociedad, poco formada y muy amoral, participa -aunque a veces engañada- en este aquelarre del derecho natural y del propio sentido común. En especial algunos colectivos que son muy vulnerables y a los que convencen de que pueden tener lo que es imposible que tengan. Vuelvo al mismo ejemplo: reconocer el derecho a ser madre a alguien que no sea una hembra humana o animal es como reconocerme a mí el derecho a tener los ojos azules o una lustrosa mata de pelo en la cabeza.

Después, es muy significativo comprobar que instituciones como la Iglesia, que son directamente atacadas, están demasiado preocupadas por que les dejen existir y no dan la lucha con toda su potencia. Quizás lo hacen miembros más modestos, pero la dirección oficial les obliga a defenderse con una mano en la espalda. El Papa, que mal oculta el marxismo jesuítico con una puesta en escena franciscana, no tiene la base teológica y científica de Ratzinger y opta siempre por mensajes buenistas de escasa contundencia. Dios quiera que no tengan que decir lo del poema de Niemöller: “…Cuando vinieron a buscarme, no había nadie más que pudiera protestar.”  

Por último, y perdón por terminar una vez más en el mismo protagonista, como no acordarnos de quien, con su inclusión en el Gobierno, les ha dado visibilidad, poder y recursos, comprometiéndose con la agenda de implantación de sus despropósitos.

En definitiva, ahora ya se sienten con tanta fuerza y tantos medios que se atreven con todo, y no hay obra humana, material o inmaterial, que esté a salvo de ser derribada. Y como no seamos capaces de terminar pronto con este proceso de involución terminaremos siendo gobernados, como en la película El Planeta de los Simios, por una minoría intelectualmente prehistórica, empeñada en aniquilar la obra de una civilización superior. 

A los políticamente incorrectos los encarcelarían y les quitarían la voz y, en un apocalíptico final, los supervivientes encontrarán, destruida y semienterrada, la Cruz del Valle de los Caídos, igual que el Coronel Taylor encuentra la Estatua de la Libertad.