Opinión

Nos duele España

Como buen librepensador, Miguel de Unamuno era una mosca cojonera. Se los tocó a Primo de Rivera, y fue desterrado a Canarias, y volvió a hacer lo propio con los protagonistas del levantamiento militar de 1936 y Millán-Astray le espetó una lamentable frase para la historia: «Muera la inteligencia, ¡viva la muerte!». El genio bilbaíno contraatacó con otra que, sobra recordarlo, se cumplió. Vaya si se cumplió: «Venceréis pero no convenceréis».

Su otra gran sentencia la pronunció a propósito del Desastre de Annual que vino a ser la gota que colmó el vaso de la paciencia de los españoles tras ese otro apocalipsis que se produjo en 1898 con la pérdida de las últimas colonias a manos de los Estados Unidos: Filipinas, Guam, Cuba y Puerto Rico. «Me ahogo, me ahogo, me ahogo en este albañal y me duele España en el cogollo del corazón», escribió el autor de Niebla y La Tía Tula en una misiva dirigida a un amigo residente en Argentina.

La España de Pedro Sánchez representa la consumación del diabólico y no sé si masónico proyecto que puso en marcha un José Luis Rodríguez Zapatero que concebíamos inempeorable. Los atentados del 11-M son a la España contemporánea lo que supuso a la de la Restauración ese Tratado de París del 10-D de 1898 que consagró la entrega a los entonces pujantes Estados Unidos de las últimas colonias.

Zapatero vino con el encargo de hacer saltar por los aires el Pacto del 78, ese milagro en este país cainita que consistió en que los que se enfrentaron en la Guerra Civil se daban la mano para tirar adelante olvidando los terroríficos agravios del pasado. Gente como Manuel Fraga, que había sido ministro franquista, y Carrillo, que era el demonio genocida que había asesinado a 6.000 personas como mínimo en Paracuellos, se dieron la mano con el superlativo Adolfo Suárez como gran maestro de ceremonias.

Un presidente constitucional de verdad jamás pactaría con quienes protagonizaron un golpe de Estado ni tendría como socio principal a ETA

El sentido común que nos ha regalado los 45 mejores años de nuestra historia en términos de convivencia y modernidad se está yendo al carajo. Zapatero arrumbó la España constitucional dando pábulo a los independentistas catalanes, efectuando mil y una concesiones a ETA -el fin era loable; los medios, despreciables- y alumbrando una Ley de Memoria Histórica que se antoja un golpe de Estado intelectual. Entre otras razones, porque enfatiza la perogrullesca barbarie franquista pero olvida, relativiza o aplaude el terrorismo que implantó la izquierda desde la mal llamada Revolución de 1934. Una España en la que los católicos, los votantes de derechas, los curas, las monjas y hasta los indiferentes eran enemigos a batir. Por no hablar de esa Guerra Civil que, tal y como subraya permanentemente el gigantesco Stanley G. Payne, fue una contienda «de malos contra malos».

Pero el presidente más tolerante con los medios que he conocido, al César lo que es del César, es una hermanita de la Caridad o San Francisco de Asís redivivo al lado de este personaje que conquistó el poder sin que lo hubiera elegido nadie. Sánchez es el caballo de Troya perfecto de todos los enemigos de España: desde Marruecos, que le tiene cogido por los bemoles del móvil y por los business de Begoña Gómez, que es la que hace caja, hasta la narcodictadura venezolana que cuenta con cinco embajadores en el Consejo de Ministros, pasando por ETA, los golpistas catalanes o esa Cristina Fernández de Kirchner que no es ajena al asesinato del fiscal Nisman y que sólo ha robado 1.000 millones de dólares.

Sánchez ha traicionado la promesa a la Constitución que formalizó tras llegar a la Presidencia tras una sentencia Gürtel que en cualquier democracia de calidad hubiera propiciado una investigación de la Fiscalía. Un presidente constitucional de verdad jamás pactaría ni se postraría de hinojos diariamente con quienes protagonizaron un golpe de Estado hace cinco años. Y nunca, nunca, nunca, absolutamente nunca, tendría de socio principal a ETA, la banda terrorista que asesinó a 856 compatriotas, 12 de ellos correligionarios suyos.

Por no hablar del acto de suprema prevaricación que supone derogar la sedición, legalizar los golpes de Estado en resumidas cuentas, y abaratar hasta la obscenidad el trinque de caudales públicos para continuar morando en Moncloa, veraneando en el palacio real de La Mareta y volando en Falcon. O el peligro cierto que acarrea para las 24 millones de mujeres que hay en España esa ley del sólo sí es sí que es un auténtico chollo para violadores, abusadores y pederastas. Basura humana que ve cómo gracias a la hipermachista Irene Montero les queda menos entre rejas o directamente han sido excarcelados. De momento, 185 depredadores sexuales han sido agraciados por la pareja del delincuente Pablo Iglesias.

Ni un niño alberga dudas de que Sánchez permitirá convocar un plebiscito a los tejeritos catalanes con el consiguiente efecto dominó

Traía ayer a colación ese entrañable amigo que es Javier Ybarra un aserto de Montesquieu que viene que ni pintado para describir el tsunami institucional que asuela la vieja Iberia. «No puede haber libertad en donde el ejecutivo, el legislativo y el judicial están unidos en una o en un conjunto de personas porque debido a esta concentración surge el despotismo autoritario», afirmaba el barón francés hace tres siglos. Una aseveración más vigente que nunca por estos pagos y, desde luego, perfecta definición de la antítesis de la democracia.

Lo de esta semana en el Constitucional ha pasado de la categoría de desiderátum sanchista a objetivo cumplido. Este émulo de Pedro Castillo y Erdogan no sólo ha conseguido colocar a su hombre, Cándido Conde-Pumpido, en la Presidencia del Tribunal de Garantías sino que además se ha ciscado en una tradición que establecía que cuando el número 1 había sido nombrado por el PP, el número 2 era digitado por el PSOE, y viceversa. Al igual que la puerta giratoria Ministerio-Fiscalía General del Estado que cruzó Dolores Delgado sin solución de continuidad, la irrupción de Juan Carlos Campo en el Constitucional se antoja un hecho más propio de una república bananera que de un Estado que presume de hablar de tú a tú a los grandes países del mundo libre.

Sánchez ya tiene comiendo de su mano al gran tribunal que resolverá la legalidad de los indultos, de la rebaja de la malversación, de ese regalo a violadores y pedófilos que es la norma sí-sí, de la ley trans, de la de la eutanasia con la cual yo personalmente estoy de acuerdo, y de la ampliación de la del aborto. El punto final de España, ¿Expaña, tal vez?, sobrevendrá con ese referéndum de independencia que travestido o no se celebrará en Cataluña si este suicida continúa subido al Falcon cuatro años más.

Cuatro años más de sanchismo y España pondrá en el escaparate el cartel de «cerrado por defunción». En nuestra mano está evitarlo

Mejor dicho, referéndums o referenda que es como se expresa correctamente el plural de este término en latín. Ni un niño de teta alberga duda alguna de que este pollo convocará o permitirá convocar un plebiscito a los tejeritos catalanes con el consiguiente efecto dominó y la inevitable balcanización que conllevará. Pero Juan Español tiene meridianamente claro que la hoja de ruta de estos fascistoides contiene como punto final la abolición de la monarquía parlamentaria vía reforma de la Constitución y subsiguiente celebración de una votación con el adiós de Felipe VI como único punto del orden del día.

Sólo una victoria del centroderecha liberal en las próximas elecciones impediría o pospondría el desvencijamiento definitivo de la que, por mucho que esta banda de malhechores reescriba la historia, es la segunda nación más antigua de Europa sólo por detrás de Francia. Y cuidadín porque el PP está tristemente abonado a la costumbre de respetar las barbaridades cometidas por una izquierda extrema en el poder que nada tiene que ver con la socialdemocracia transversal de Felipe González. El paradigma fue la era Rajoy, de matrícula de honor en el apartado económico y de suspenso sin contemplaciones en el estadio de los principios.

Siempre elucubré que el fin de esta maravillosa nación que una vez fue un imperio en el que jamás se ponía el sol sería cuestión de siglos, de 100, 300 ó 500 años. La historia es inexorable: la impresionante Grecia clásica pasó a mejor vida, qué decir de Roma, de Al Andalus, de los visigodos o de aztecas, incas y mayas. Es la ley de una vida en la que no hay nada eterno excepto el mal. Lo que ni en la más cruda de mis pesadillas vislumbré es la posibilidad de que lo experimentaríamos en nuestra generación. Siempre, ya digo, tuve la convicción de que lo vivirían nuestros nietos, bisnietos, tataranietos o tatatatatataranietos. Cuatro años más de sanchismo y España pondrá en el escaparate el cartel de «cerrado por defunción». En nuestra mano está evitarlo.