Opinión

Nini Belarra

El fracaso de un país se mide también cuando una parte de la sociedad desea el mal a la otra por el simple hecho de vivir o tener éxito en su trabajo. La envidia, ese rasgo tan humano, cuando es combinada con el rencor, el odio o el prejuicio, se convierte en un cocktail molotov del que sólo se escapa leyendo. Y razonando. Y dudando.

Cada vez hay más españoles nacidos en democracia que no conocieron las penumbras de la dictadura y, sin embargo, se empeñan en reproducir sus atributos. Toda dictadura, no lo olvidemos, se impone, desarrolla y permanece por la complicidad silenciosa de gran parte del pueblo que la sufre y de los apoyos sociales, mediáticos, académicos y culturales que ofrecen quienes viven o medran de ella.

Asistimos en la actualidad a un proyecto político que conduce a una autocracia, con el secuestro del poder judicial y el control de los medios e instituciones públicas. Su éxito obedece a la suma de dos factores: la aportación incisiva y constante de quienes proclaman democracia, pero sólo cuando gobierna la izquierda, y el acomodo ideológico de aquellos que deben presentar resistencia ante el ataque al Estado de derecho y al sistema de convivencia que nos hemos dotado desde 1978. La moderación, tan reclamada hoy -¿qué es la moderación?-, no se practica aceptando como buenas las premisas y actuaciones de los enemigos de la libertad. Entre esas actuaciones, anidando como parasitismo enquistado, destacan las protagonizadas por los ninis políticos, deriva moderna del parasitismo social. Una de sus más ilustres e insignes representantes también mora en el Gobierno de Sánchez: Ione Belarra.

Ione, como Irene, como Pam, como Rita, y como toda la cohorte de féminas salidas del harén bolivariano del trasunto de Maduro en Somosaguas, pertenece a esa estirpe de políticas cuya supervivencia siempre se ha basado en la etiqueta y la dualidad. En sus palabras siempre hay un enemigo a batir, escudo a su incompetencia, que precisan para no soliviantar a esa clase pobre a la que alimentan, en todos los sentidos, con el fin de que sus prebendas y bolsillos no se resientan. Nunca hay más pobres ni más ricos que cuando la izquierda gobierna. Lo que no hay es clase media, atrapada en la oscuridad de un discurso que nace, crece y se reproduce en los extremos. El socialismo necesita que haya ricos para justificarse ante los pobres que sus políticas crean. Disfrutamos de una época de despotismo iletrado y ninismo ilustrado: cuanta más ineficiencia e incompetencia hay, más se atornillan en la poltrona los reaccionarios de la izquierda caviar.

Resulta que Nini Belarra, cuyo currículo profesional cabe en una tirita o en un post-it, ha atacado, en la normal deriva del proceso de involución democrática que vivimos, a empresarios que generan miles de puestos de trabajo y ayudan a pagar las nóminas de muchas familias. Dice de Juan Roig, dueño de Mercadona, que es un «capitalista despiadado». Sin entrar a valorar la reflexión (socialismo despiadado es una redundancia), ya que gracias al modelo de negocio de Roig se pueden pagar sueldos tan estupendos e inmerecidos como los que tiene la troupe que anida en Igualdad, la frase de Nini Belarra es el perfecto alegato político de quienes anhelan un pueblo consumido por el hambre y la necesidad, un pueblo alimentado a base de caricias de solidaridad, extraída del bolsillo ajeno, y esclavitud subvencionada. Frente a tal dislate, la defensa de la libertad de empresa, la propiedad privada y la prosperidad, términos odiados por los enemigos del comercio, deviene imprescindible ante el supermercado de relatos bolivarianos que nos quieren vender. En verdad, el aquelarre de ninis como Belarra que pueblan el Gobierno y los parlamentos no odian a los ricos, porque viven como ellos y ganan mucho dinero, como ellos también. Pero necesitan escenificar que los odian, porque de lo contrario, el voto que amamanta la ubre que les da de comer, se acabaría. Y a ver quién contrataría a tipas como Belarra y su currículo de tirita.