El mundo ha cambiado
Muchos de los mismos que pegaban a Donald Trump han hecho bueno ese viejo aforismo que recomienda unirte al enemigo cuando no puedes con él. Buen ejemplo es ese mundo tecnológico, antaño entregado de hoz y coz al Partido Demócrata y que tiene el mismo origen que la tiránica ideología woke: California. Esa California de la que han salido el diabólico fenómeno trans, la vomitiva dialéctica del «niños», «niñas» y «niñes», ese nuevo comunismo iberoamericano que es el indigenismo, la cultura de la inmigración infinita, un Black Lives Matter que recuerda peligrosamente a los violentos Panteras Negras de los 70, la interpretación unidemensional de la historia y esa cultura de la cancelación que pasa, entre otras muchas cosas, por derribar estatuas de Colón y del mallorquín Fray Junípero Serra.
Resulta entre hilarante y patético contemplar a los antaño megaprogres Zuckerberg, Ellison, Gates, Bezos, Cook y cía hacer cola en ese Camp David privado que es Mar-a-Lago para besar el anillo de un Donald Trump al que ellos mismos concedían entre cero y ninguna posibilidades de convertirse en un comeback kid. No sólo solicitan cita al baranda del mundo libre para pedir perdón sino para tirar de sus trillonarias chequeras para el fenómeno MAGA. El trabajo para imponer el pensamiento único woke estaba dividido: las tecnológicas se dedicaban a censurar las opiniones liberales o conservadoras en la red, tal y como confesó el propio CEO de Meta, el periodismo estaba entregado a la causa de manipular la verdad demonizando a quienes osaban contradecirles, los fiscales demócratas se encargaban de procesar y condenar a un extorsionado (Trump) mientras santificaban a la extorsionadora (Stormy Daniels) y la demoscopia nos dibujaba un panorama que tenía que ver con la realidad lo mismo que un pantano con un botijo.
Si los dueños del mundo, las tecnológicas, se han rendido con armas y bagajes a Donald Trump, eso significa que el mundo ha cambiado
Lo de las compañías de sondeos tiene bemoles. Si bien al principio del verano otorgaban el Despacho Oval a Donald Trump, luego, prácticamente hasta el 5 de noviembre, vaticinaban casi por unanimidad que se lo quedaría Kamala Harris. Ganó el republicano. Sabían quién iba a salirse con la suya pero lo ocultaron vergonzosamente. Si lo tenía claro hasta yo, que no soy estadounidense y vivo a 6.000 kilómetros de Washington, ¡cómo lo iban a desconocer ellos! Lo mío carece de mérito alguno. Fue información privilegiada: dos miembros del núcleo duro trumpista me lo daban ya como «seguro ganador» a finales de agosto y a dos semanas de la cita electoral me cifraron en «320» el número de votos electorales que obtendrían. Finalmente, fueron 312.
Si los dueños del mundo, las tecnológicas, se han rendido con armas y bagajes al antaño enemigo público número 1 de la democracia, eso significa que el mundo ha cambiado. Estos no se pasan al enemigo si no tienen la certeza absoluta de que las cosas no volverán a ser lo que eran, al menos durante unos cuantos inviernos, que intuyo serán no menos de 20 ó 30. Se me antoja incomprensible cómo gente que es lista no, lo siguiente, no cortejaron a Trump ni supieron adivinar el tsunami libertario que se cernía sobre Occidente. Muy listos para los algoritmos, pero extraordinariamente tontos para los recados.
No nos engañemos, esta revolución comenzó hace mucho tiempo, aunque la primera gran señal la tuvimos con la inesperada victoria del millonario neoyorquino en 2016. El establishment, eso que Mario Conde definía como «El Sistema», había decidido que la sucesora de Obama debía ser sí o sí Hillary Clinton pero olvidaron que el destino está sistemáticamente escrito en las estrellas. Y apareció Donald Trump para aguarles la fiesta. Un Donald Trump cuyo primer mandato estuvo marcado por pacifismo de verdad, no de boquilla —fue el primer presidente que no emprendió una guerra en 40 años—, por un crecimiento económico sostenido de casi el 3% y por una batalla comercial encarnizada frente a China. La dictadura de Xi Jinping no se lo perdonó y, de repente, apareció el Covid, eso que nuestro protagonista definió tan malévola como realistamente como «el virus chino». Sobra decir que fue una operación de guerra bacteriológica en toda regla. Lástima que su mandato terminara con la peligrosa patochada del asalto al Capitolio que él no paró a tiempo.
El primer mandato de Trump estuvo marcado por pacifismo de verdad, no de boquilla, y por un crecimiento económico sostenido de casi el 3%
Los pioneros fueron los integrantes del Tea Party del Partido Republicano, facción liderada por Rand Paul, Sarah Palin y el nuevo secretario de Estado, Marco Rubio, y esa otra bestia negra del retroprogresismo global: el húngaro Viktor Orbán. Esta revolución, que no es ni más ni menos que un mix de neoconservadurismo y libertarismo, constituye una extensión 3.0 de la liberal que encabezaron en los 80 Ronald Reagan y Margaret Thatcher, con la inestimable colaboración de Karol Wojtyla, el primero que se atrevió a hacer frente al matón soviético. Una versión ciertamente endurecida, seguramente porque los problemas globales se han agravado y han cambiado.
¿Por qué periclitan los partidos liberales en todo el mundo y surgen fenómenos más a la derecha? Muy simple: porque no han hecho los deberes. La gente está hasta donde el ombligo pierde su casto nombre de la corrección política; de esa repugnante jerga de los representantes públicos que no entienden ni ellos mismos; de que la derecha tradicional compre la mercancía de la izquierda y de la extrema izquierda; de que no te puedas expresar libremente por miedo a que te cancelen; de que no pongan el cascabel al gato de una inmigración ilegal descontrolada desde hace décadas; de que impongan sus amorales salvajadas a los niños en la escuela; de la inseguridad ciudadana; de la discriminación positiva; de que nos achicharren a impuestos; del poderío de dictaduras como las chinas; de la corrupción; de que el islamismo arrase lenta pero implacablemente Europa; y de la cada vez más preocupante distancia entre las rentas del capital y las del trabajo. En resumidas cuentas, de un pensamiento único que nos esclaviza, nos idiotiza, nos roba y nos empobrece. Donald Trump es un rico, sí, pero habla y se comporta como ese americano pobre de raza blanca al que los jerarcas de Washington se refieren despectivamente como «white trash [basura blanca]». Y la base de su agenda legislativa son ellos.
Llamar simplona y despectivamente «ultraderecha» al fenómeno libertario-conservador es no entender nada, han venido para quedarse
La ciudadanía está harta de que la clase política se preocupe de ella misma y pase de los de abajo, de la poderosísima masa crítica que conforman la clase media y las más empobrecidas, esto es, la absolutísima mayoría de la sociedad. Indignados por que un inmigrante ilegal atesore más derechos y desde luego más ayudas que ellos, de no poder decir lo que les venga en gana, de apoquinar a Hacienda hasta por respirar y de haber visto impotentes cómo el Estado les arrebataba la condición de dueños de la educación de sus vástagos. Trump, Milei, Bolsonaro, Orbán, Kaczynski y Meloni no han llegado por casualidad. El Brexit tampoco representó una deriva del azar. Están en los gobiernos de Finlandia y Suecia, la preocupante AfD es la segunda fuerza en intención de voto de cara a las generales del 23-F en Alemania, han ganado en Austria y les han robado las presidenciales en Rumanía provocando un pollo que reforzará aún más a Georgescu. Salvo sorpresas, Marine Le Pen ocupará El Elíseo en 2027. Y Vox no sólo no ha desaparecido sino que cada día está más fuerte con un Santiago Abascal más sólido discursiva e intelectualmente que nunca.
Llamar simplona y despectivamente «ultraderecha» al fenómeno libertario-conservador es no haber entendido nada. Han venido para quedarse. La única que ha captado el mensaje sin salirse del perímetro racional es Isabel Díaz Ayuso. Y el próximo presidente del Gobierno, Alberto Núñez Feijóo, intuyó hace tiempo que esto es mucho más que una batalla entre una derecha y una izquierda moderadas, tal y como lo concebíamos en Europa y en América desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. En su mano está salvar el liberalismo clásico. Al menos, en España.
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