Opinión

Juez Llarena: ¡detenga usted a Puigdemont!

  • Carlos Dávila
  • Periodista. Ex director de publicaciones del grupo Intereconomía, trabajé en Cadena Cope, Diario 16 y Radio Nacional. Escribo sobre política nacional.

Como no soy jurista me puedo permitir esta licencia: juez Llarena: ¡Detenga usted a Puigdemont! En puridad, el cronista ni siquiera conoce si a lomos de la complicadísima artillería jurídica comunitaria, nuestro magistrado puede realizar ahora mismo una operación como esta. En todo caso, tengo para mí, como lo tiene una multitud ingente de otros españoles, que en estas cuestiones de procesales que nos llevan afectando más ya de cinco años, nos la cogemos los españoles -perdón por la doméstica mención- con papel de fumar.

Somos demasiados escrupulosos, ejercemos unos cuidados, ciertas cautelas con las que otros estados miembros de la Unión no son tan exquisitos. Eso está comprobado. Pero vamos a lo gordo. Tras las terroríficas declaraciones de Sánchez en Nueva York no existe duda alguna sobre sus propósitos: va a conceder la amnistía a los delincuentes, será investido por ellos y a continuación procederá al desmembramiento de España como un descuartizador cualquiera. Y, desde luego en el camino se va a dejar de por medio al Rey. En estos días, un antiguo vicepresidente del Tribunal Constitucional advertía al cronista: «Lo anunciado por Sánchez es un ataque a las leyes, a la división de poderes y una descalificación absoluta del Rey como tal jefe del Estado».

Sin paliativos. Todo lo expresado por Felipe VI en aquel memorable discurso de octubre del 17 se ha ido por el sumidero de la perversidad moral y penal de Sánchez. Por las noticias que llegan a cronistas como el que firma, las actuales relaciones entre la Casa del Rey y las de La Moncloa no alcanzan siquiera la categoría de aceptables. Como suele decir un personaje clásicamente conocedor de este tipo de vínculos: «Ambos palacios se miran de reojo y uno de ellos ya ni siquiera recibe al otro».

Será quizá exagerado, pero es lo que hay. La celeridad con el presidente de este desdichado país (¿o es que se puede calificar de otro modo a quien soporta a un felón de este jaez?) está cubriendo etapas de cara a su próxima investidura, ha tomado ya velocidad de crucero, de tal forma que, si no se le tuercen las cosas -y dada su falta de escrúpulos no se le van a torcer- es más que probable que bastante antes de que acabe noviembre Sánchez vuelva al sillón presidencial con todas las funciones del mundo intactas.

Éste es el calendario. Ahora él y los suyos están en la administración de los pildorazos: ora, digo que que la investidura actual corresponde a Feijóo, ora, avanzo algo más y advierto que a Puigdemont, su socio de infames fechorías, no se le puede ni tocar. Nada, porque simplemente se gastó unos duros en un acto político irrelevante, como si fuera una asamblea de facultad de los setenta. Este es proceso que milimétricamente está siguiendo y que le conducirá, no ya a salirse con su fin de ocupar de nuevo La Moncloa, sino a acabar traumáticamente con el llamado Régimen del 78, al que él y sus mamporreros tanto desprecian. Y, claro, en esa persecución, más dramática que cualquiera otra en la Historia reciente de España, no se libra nadie. Desde luego no el Rey al que pretende fumigarse sin ningún tipo de consideración.

Ya le ha descalificado con el asunto crucial del independentismo furioso catalán y ahora va a proceder a enviarle a las tinieblas exteriores. Éste país es tan pánfilo que duda de que, cosas como las dichas y aquí y ahora, puedan realmente llevarse a la práctica. Pero, como siempre dice el cronista: ¿Estamos tontos o qué? ¿Es que no mos damos cuenta de lo que está ocurriendo con nuestra desafortunada España? Claro que cabrían soluciones: una, la antedicha, que dejando al lado imprescindibles reparos legales o hasta leguleyos, el heroico juez Pablo Llarena (solo lleva ante el peligro nada menos que un quinqenio) se «excite» y proceda a adoptar una decisión que muchos le requerimos desde hace mucho tiempo: el apresamiento del forajido llamado Puigdmont, un quiqui que ha puesto a España boca abajo gracias al concurso de un desalmado como Pedro Sánchez Pérez-Castejón.

Otra salida, muy comprometida también, puede afectar (hay que escribirlo con toda responsabilidad) al propio Rey. ¿Por qué nos podría resultar «inadecuado» que Su Majestad se negara a encargar la investidura a un sujeto que sólo lleva en su mochila votos delegados y no los escaños, aunque sumen, de quienes se niegan siquiera a verle?

A ver: ¿por qué? Esta postura, inequívocamente legal, podría resultar incluso menos quirúrgica que otra que también se nos puede ocurrir; a saber, que el Rey se resista a encargar la investidura a un tipo que, sin ambages, se echa en menos de los artificieros del separatismo y que prende volar la armadura histórica de España.

Desde luego, nadie es tonto: todos sabemos, prevemos, el precio absoluto que habría que pagar por emprender acciones de este calibre, ahora bien: ¿qué es lo que puede ocurrir sin por fin este individuo se sale con la suya y, al modo de un traidor como Fernando VII, derriba como un azucarillo el edificio constitucional de España? Y eso sí, encima, a nuestra costa, pagando diezmos y primicias a todos los costaleros de la destrucción. Esta ciudad, que ya no es la alegre y confiada de don Jacinto Benavente, nunca termina de creer que realmente le va a pasar algo de esta enjundia. Todas las quejas plañideras de quienes lamentan esta desgracia se diluyen con un plato de gambas de Huelva por delante o una caña bien tirada.

Ésta es la verdad. Muchos somos los que estamos hartos de pasar la mano por el lomo a los habitantes de una nación que se está dejando volar de forma tan deshonrosa. Vamos a ver: qué va a suceder este domingo con la manifestación convocada contra tanta canallería. ¿Acudirá toda la España asesinada por Sánchez? ¡Qué gratificante, que bonito sería que antes de llegar a la calle Felipe II de Madrid el pueblo decente recibiera esta noticia: El juez Llarena ha detenido al forajido Puigdemont. Pero, lo sentimos: no va a suceder. Pena de país.