Opinión

Israel no es Netanyahu como España no es Sánchez

La libertad exige de la verdad para poder ser defendida, y disfrutada. En ausencia de la verdad, todo acaba en violencia, pues se justificará cualquier acción o pensamiento que triunfe en el imaginario social y colectivo y que ayude a conseguir los objetivos propuestos, por muy utópicos y marginales que se presenten. En política, la verdad fue sustituida hace mucho tiempo por la superchería, el fanatismo y la percepción, ingredientes perfectos para controlar a cualquier tribu que se precie, orgullosa de pensar y actuar a través del componente sectario y apesebrado que otorga la masa.

Al populacho de eslogan blandengue y pesebre contaminado por la subvención mediática le resulta fácil identificar, como sinécdoque falaz para sus causas políticas, la parte por el todo. Lo hace a menudo en España el nacionalismo vasco y catalán, cuando hablan en nombre de la región que llevan destrozando de racismo y chantaje desde su nacimiento como enfermedad moral, para mayor gloria de sus huestes lobotomizadas. Y en el conjunto de la nación, ese privilegio lo ostenta la izquierda, socialista o comunista, epítome totalitario del zurderío mundial que ha decidido elegir, como de costumbre, qué tragedias rentabilizar para su particular beneficio.

Como llevaban tiempo sin soltar adrenalina siniestra en forma de mobiliario urbano destrozado, comercios asaltados y calles incendiadas, la causa palestina ha obrado el milagro de sacar a los cachorros totalitarios, a las hordas del odio, de ese agujero de resentimiento en el que viven desde que penetran en las adoctrinadas aulas españolas.

Su compromiso por lo que sucede en territorio palestino es inversamente proporcional a su interés por los asesinados en Nigeria, en Yemen, en Irán o en Siria, donde las víctimas no dejan rédito político y, por tanto, no merecen concentración de repulsa que valga. La obsesión que tiene la izquierda violenta por Palestina es tan sistémica como su olvido por lo que acontece en la España en la que viven, donde el progreso real para la mayoría poblacional (también para la cochambre perroflaútica que se manifiesta estos días) se ha convertido en una heroicidad inalcanzable cada vez que gobierna el socialismo progresista, feminista y humanitario.

Los mayores enemigos de lo público siguen siendo aquellos que consideran las calles su coto privado, donde expresan su rencor y violencia de la manera que mejor conocen: violentando la libertad ajena. Obedecen, como leales soldados tribales, a la llamada que el muecín político ordena cada mañana, y con esa habilidad para movilizarse que sólo tienen aquellos que viven los lunes al sol, con tiempo de sobra para pergeñar maldad, se concentran por imperativo ideológico, y ahí, en ese escenario de odio iletrado, mandan siempre la ignorancia y la bilis.

No es casualidad que los asesinatos de Hamás de octubre del 2023 coincidieran con los acuerdos de Abraham que ponían sobre la mesa el fin del conflicto y la convivencia de dos estados libres y soberanos. Tampoco es coincidencia que ahora, cuando Estados Unidos pone sobre la mesa otro plan de paz, aprobado por la mayoría de los países árabes y por la propia Autoridad Nacional Palestina, salga la flotilla de Hamás a seguir exportando fanatismo y humanidad de pega. Porque, en realidad, nunca les movió la causa por la paz ni las víctimas palestinas, sino facturar la mentira a precio de humanismo, de naciones unidas y almas envenenadas.

Lo suyo, en fin, no va contra el gobierno de Israel, ni contra Netanyahu, porque saben que separar esa parte (gobierno) por el todo (Estado-pueblo) les incapacita para siempre su propaganda. En realidad, lo que tiene la izquierda nacional socialista es judeofobia, o sea, nazismo del malo. Y está comprando los billetes para volver a repetir la historia, la de aquellos que inventan los hechos para justificar sus crímenes.