La imperiosa necesidad de reconstitucionalizar España
La Transición fue más allá de toda duda razonable un éxito colectivo porque se logró pasar de una dictadura a una democracia con todas las de la ley sin derramamiento de sangre, excepción hecha naturalmente de ese terrorismo cuyos ecos aún resuenan en nuestra sociedad por culpa de ese PSOE sanchista que se ha empeñado en algo peor que blanquearlo: hacer como si no hubiera existido, insultando a la inteligencia de los 46 millones de españoles. Pero que hubo errores nivel dios que continúan conformando nuestra realidad, para mal evidentemente, lo certifica el hecho de que la política española la dirige con mano de hierro un prófugo de la Justicia que vive a las afueras de Bruselas, a 1.600 kilómetros de Madrid y a 1.300 de Barcelona.
Cuando allá por 1993 Felipe González forjó un acuerdo con Jordi Pujol y otro con Xabier Arzalluz todos pusimos el grito en el cielo por el aluvión de cesiones que su permanencia en Moncloa conllevaba tras 11 años de Gobierno. La sustancial diferencia estriba en que los óbolos al líder autonómico catalán y a su sosias vasco entraban dentro de lo razonable porque no se vulneraba descaradamente la Constitución ni desde luego se prostituía su letra y su espíritu. Tres cuartos de lo mismo cabe colegir de la primera legislatura de José María Aznar con ese Pacto del Majestic que salió bastante más caro en términos institucionales que el suscrito por su antecesor. Pero todo era impecablemente legal.
Pero ni Felipe González ni desde luego el impecable José María Aznar tuvieron que torcer la legislación para satisfacer sus necesidades vitales de vivir en Moncloa a toda costa, veranear en Doñana —lo de la residencia real de La Mareta es una novedad sanchista— o volar en Falcon. En honor a la verdad hay que enfatizar que ni las cartas a los Reyes Magos de Jordi Pujol y Xabier Arzalluz sobrepasaban los límites legales y morales ni la voluntad del primer presidente socialista y el primero popular pasaba por amarrar el poder al precio que fuera.
Lo vivido este miércoles en el Congreso con los megadecretazos de Sánchez resulta un esperpento y un insulto a la soberanía popular
González entendió tras las elecciones de 1996 que los españoles le habían marcado la dirección de la puerta de salida y cogió las de Villadiego. De mi memoria no se ha borrado, fundamentalmente porque estaba allí, aquella noche del 3 de marzo en Ferraz con el presidente sevillano subido a la puerta trasera de su Peugeot oficial mientras era venerado por los suyos como si se tratase del mismísimo Jesucristo redivivo o del Maradona que llegaba a Buenos Aires tras haber levantado la Copa del Mundo el día anterior en México. Aquella noche dijo sin decirlo que había que dar paso al Partido Popular: «Una semana y un debate y hubiéramos ganado». No se le pasó por la cabeza forzar la máquina para mantenerse en Moncloa a toda costa. Era un demócrata y entendía lo obvio: que tiene que gobernar el que ha vencido en las urnas como sistemáticamente ocurrió en nuestra historia constitucional hasta la irrupción de un Pedro Sánchez que birló La Moncloa a Mariano Rajoy gracias a etarras, golpistas y bolivarianos apenas dos años después de haber obtenido 52 escaños menos y con una moción de censura tan aparentemente legal como incuestionablemente espuria.
Lo vivido este miércoles en el Congreso con los megadecretazos Milei de Pedro Sánchez resulta un esperpento y un insulto a la soberanía popular que se unen a la inconstitucional Ley de Amnistía, a esas comisiones de lawfare que a modo de VAR rearbitrarán las resoluciones judiciales destrozando la separación de poderes y a la catarata de regalías que está otorgando Sánchez a su jefe, Carles Puigdemont. El «¿de quién depende la Fiscalía?» que soltó nuestro tan chulesco como autocrático presidente del Gobierno a un acongojado periodista de Radio Nacional se antoja ya un juego de niños al lado del «¿de quién depende el Gobierno?» que metafóricamente, o no, le dedica semanalmente Carles Puigdemont a Pedro Sánchez con cargo a nuestros bolsillos.
La legislatura durará lo que dure la capacidad de Pedro Sánchez de entregar las llaves de esa Breda llamada España a Carles Puigdemont. Tenemos al menos un año más de sachismo: el que queda para que la amnistía a los 4.000 sediciosos catalanes sea una realidad. Los otros dos y medio dependerán del cumplimiento de esa otra exigencia independentista: la celebración de un referéndum consultivo sobre la «autodeterminación» de Cataluña. Al vecino de Waterloo le podemos discutir su apego a la legalidad pero no su coherencia y sinceridad. No se ha salido ni creo que se salga del guión que desgranó en su ya celebérrima comparecencia del 5 de septiembre en Bruselas cuando PSOE y también PP pugnaban por hacerse con sus favores.
La gran duda es cuál será el nivel de descojonamiento del Estado que nos legará ese coleguita de etarras y sediciosos que es Pedro Sánchez
Pedro Sánchez y Carles Puigdemont pasarán salvo que el primero opte por convertir España en una suerte de Venezuela, Turquía o Rusia bis. Una tentación nada descartable aunque afortunadamente contamos con el paraguas de la Unión Europea y con el coraje cívico de una sociedad que desde luego no se lo va a consentir. La gran duda es cuál será el nivel de descojonamiento del Estado que nos legará ese coleguita de etarras y sediciosos que es Pedro Sánchez y cómo habrá quedado esa separación de poderes consustancial a cualquier democracia digna de tal nombre.
El día que periclite esta pesadilla que constituye el sanchismo habrá que ponerse manos a la obra para reconstitucionalizar España. Nuestro país, la cuarta economía de la zona euro, la decimoquinta del mundo —y eso que seguimos cayendo—, no puede permanecer sistemáticamente al albur de las minorías. Cuando en un país la voluntad popular es papel mojado se puede hablar de cualquier cosa menos de democracia de verdad. Si mandan las minorías y no las mayorías estamos en una autocracia o pseudodemocracia si no en una dictadura.
Será entonces cuando Partido Popular y Partido Socialista tengan que sentarse para modificar la Constitución, y consecuentemente la Ley Electoral, en resumidas cuentas para alterar este insólito y no menos diabólico statu quo que por culpa de la amoralidad de Pedro Sánchez está provocando que manden quienes protagonizaron el 1-O hace poco más de seis años y quienes asesinaron a 856 compatriotas. Un disparate insuperable propio de naciones masoquistas obsesionadas por semillar su propia autodestrucción.
España no puede estar al albur de las minorías porque cuando la voluntad popular es papel mojado no hay democracia de verdad
PP y PSOE tienen el imperativo práctico y moral de modificar la Ley Electoral para acabar con la prima en escaños de la que gozan las formaciones independentistas y para alzaprimar a las mayorías o, al menos, para darles lo que les pertenece. Reformar la Constitución requiere del concurso de 210 diputados en el mejor de los escenarios y de 233 en el peor, números que PP y PSOE suman de largo. No estaría de más introducir, de paso, medidas para acabar con la dictadura lingüística e ideológica que padecen los niños de Cataluña, País Vasco y en menor medida de Galicia, Comunidad Valenciana y Baleares.
El camino nos lo han marcado democracias no muy lejanas. Ahí está Francia con ese ballotage o doble vuelta, el sistema mayoritario del régimen de libertades más antiguo y puro del mundo, el británico, o esa fórmula griega que concede hasta 50 diputados extra al vencedor de las elecciones generales. Una interesante fórmula en pro de la gobernabilidad que rigió en el país heleno desde la instauración de la democracia, que luego la podemita Syriza eliminó y que finalmente el gran Kyriákos Mitsotákis resucitó en 2020. Sean churras, resulten merinas, cualquier cambio pasa obviamente por la desaparición política de Pedro Sánchez y por la vuelta del PSOE a esa socialdemocracia de la que jamás debió abjurar.
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