A Harvard o al supermercado
Es posible que, llegados a esta situación, debiéramos ser un poco más misericordes con la (¿todavía?) ministra de Igualdad. Pero no es que no se quiera empatizar con ella en estos difíciles momentos, sino que es imposible obviar sus merecimientos y soslayar que su despechado desempeño político solamente podía terminar en el rechazo generalizado y transversal.
El que el sistema terminara expulsando a la pareja Iglesias-Montero era algo que ellos mismos anunciaban para victimizarse y para denunciar supuestas actitudes antidemocráticas de los poderes fácticos. Lo que no imaginaban era que fueran, por un lado, los electores y, por otro, sus propios compañeros, los que provocaran su defenestración.
La verdad es que es muy injusto, porque todos esos compañeros se han institucionalizado de la misma forma: medrando en sus cargos y encontrando en la política una forma y un nivel de vida que no consiguieron en la vida real. Pero han sido más pulcros y han buscado en la inadaptada Montero el chivo que expiar para blanquearse ellos mismos, la cabeza que cortar para conservar la de los demás. Y ella se lo ha puesto fácil: demasiado bronca, demasiado insultante, demasiado arrogante; no ha entendido que ya no tocaba seguir poniendo ese ceño fruncido y ese rictus grave e intolerante, que en realidad es el suyo.
Y nada ayuda el seguir practicando la denuncia antisistema y el señalamiento injusto cuando tu propia vida es tan poco edificante. Hasta el final va a continuar Irene afeando conductas a los demás sin ninguna introspección. No se puede hablar siempre de ética y moral en tercera persona; como decía san Ignacio de Loyola, «en nuestra palabra va siempre nuestra persona y nuestra verdad».
Y demasiada prepotencia. La gestión de todos los cargos podemitas está plagada de deficiencias, pero ha sido la ministra Montero quien más se ha encastillado en sus errores. No ha entendido nada del funcionamiento del Estado: de la administración, del poder legislativo, de la justicia… Otros han aprendido lo suficiente para moverse con cierta soltura, pero en el caso de Montero su infinita soberbia ha hecho que la curva de aprendizaje fuera muy plana.
Pero si es verdad aquello de que «es más prepotente quien es más ignorante», ahora podría remediar lo primero por vía de reducir lo segundo. Quedarse sin cargos políticos podría ser una oportunidad para retomar su formación y lanzar su carrera de psicóloga, que murió antes de nacer, o relanzar la de política, que se truncó, entre otras cosas, por su falta de preparación. Con 35 años tiene mucho por hacer y casi todo por aprender. Se hace evidente que con lo demostrado hasta ahora no le da para enderezar su trayectoria. O se forma y aprende o se dedica otra cosa; o se va por fin a Harvard o vuelve al supermercado.
Y no debiera caer en la tentación de pensar que lo sabe todo por haber sido ministra. La Oda de Calderón decía que «no adorna el vestido el pecho», y el que tenga una cartera de piel con su nombre y el escudo del Gobierno de España no presupone el conocimiento para ejercer de ministro o de cualquier alta magistratura institucional. Estamos ante un caso paradigmático de funciones y responsabilidades muy por encima de las capacidades, con el agravante de una soberbia que impide reconocer las limitaciones. Si no hubiera sido así, no le habría pasado lo que le ha pasado, y si sigue siendo así le volverá a pasar en cualquier responsabilidad que acometa en el futuro.
Pero pierdan cuidado, ni se presume intención de hacer examen de conciencia y valoración crítica de sus aptitudes, ni se intuye que Irene quiera desarrollar otra actividad diferente que la de la política. Mientras tanto, está siendo tan grotesco el espectáculo de encadenamiento al sillón que da vergüenza ajena mirar; y especialmente porque son los mismos que rodeaban el Congreso e insultaban a la casta política.
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