Opinión
OPINIÓN

El hambre de los inocentes

En Gaza la tragedia ya no se mide en ruinas ni en cráteres de bombas, se mide en los cuerpos consumidos de niños, en los pasillos de hospitales que carecen de medicamentos donde madres desesperadas mecen a bebés que pesan la mitad de lo que deberían. La tragedia se mide en las colas infinitas que se forman alrededor de los convoys internacionales que llevan harina y agua.

La crisis humanitaria ha llegado a un punto insoportable. Según datos de la OMS, de 74 muertes relacionadas con la desnutrición en 2025, 63 han ocurrido este mes de julio, incluyendo 24 niños menores de cinco años. Mientras tanto, en Occidente seguimos enfrascados en discursos y condenas vacías, sin ser capaces de imponer un alto el fuego duradero.

Israel dice que tiene derecho a protegerse de la amenaza de los terroristas de Hamás. Un argumento legítimo en su origen pero que a estas alturas se ha convertido en la peor de las coartadas para un castigo inadmisible. El deplorable bloqueo que ejerce en la entrada de ayuda y comida ha llevado a un resultado evidente: niños muriendo no por bombas, sino por inanición.

Podemos estar de acuerdo en que hay cierta parte de verdad en el argumento israelí de que Hamás acapara los suministros, pero ello no exime a Tel Aviv de su obligación moral y legal de evitar el sufrimiento de la población civil. No basta con permitir la entrada de ayuda, es su deber garantizar que llegue la cantidad suficiente y con seguridad. Israel no puede alegar desconocimiento en el sufrimiento que provoca cada convoy retenido, cada corte de electricidad y cada restricción al agua. Hablamos de niños que mueren por causas evitables y ampararse en la lucha contra el terrorismo no justifica un castigo colectivo que vulnera el derecho internacional humanitario. Ninguna democracia puede permitirse normalizar el hambre como arma de guerra sin comprometer su propia legitimidad moral.

Es cierto que el objetivo de Israel -la erradicación de Hamás, una organización terrorista brutal que no duda en sacrificar a su propia población- parte de una motivación legítima. Pero ese fin no puede convertirse en carta blanca para cualquier método de guerra. El pueblo judío sufrió el mayor genocidio de la historia de la humanidad y sólo por ello debería ser el primero en comprender el peso moral de proteger a los inocentes en medio de un conflicto.

Hamás, por su parte, ha convertido a su propio pueblo en rehén, al que usa como escudo humano. Las denuncias de robo y manipulación de la ayuda humanitaria socavan cualquier pretensión de defensa del pueblo palestino que dicen representar. Su apuesta es la confrontación perpetua, lo que ha condenado a generaciones enteras de gazatíes a vivir, y morir, entre ruinas.

Su estrategia consiste en provocar una respuesta israelí desproporcionada para luego exhibir las consecuencias ante el mundo. Mientras sus líderes viven con recursos, los civiles de Gaza pagan el precio más alto.

Lo más desgarrador de todo no dejan de ser los niños. Pequeños inocentes que no entienden de geopolítica, no saben qué es Hamás ni quién gobierna en Jerusalén. Saben lo que es el hambre, el miedo y la muerte. Creen que lo normal es jugar entre escombros y escuchar el sonido de los drones y bombardeos. Su infancia ha sido duramente secuestrada por adultos incapaces de poner la vida humana por encima del poder y la venganza.

Entre tanto, la comunidad internacional observa y condena, pero no actúa con la contundencia necesaria. No debería bastar con comunicados tibios ni con misiones humanitarias simbólicas. No se puede seguir tolerando el hambre como arma ni el terrorismo como excusa: nadie es culpable del lugar donde nace. El hambre en Gaza es una decisión política fruto de bloqueos, de túneles armados y cálculos estratégicos. El fin legítimo de exterminar a Hamás no justifica determinados medios y si no hacemos nada, la historia seguirá repitiéndose, cruel y cíclica.