Gobernar con los herederos de ETA es mancillar la memoria de Miguel Ángel Blanco
El asesinato, hace 25 años, de Miguel Ángel Blanco marcó un punto de inflexión en la conciencia colectiva de un país que se rebeló como nunca antes contra la banda terrorista ETA y sus terminales políticas. La indignación se extendió en un estallido de rabia que, por primera vez en mucho tiempo, llevó a los asesinos a recular en su espiral sanguinaria.
Millones de españoles, de pronto, se echaron de forma espontánea a las calles en una conmovedora expresión de arrojo democrático. Lo que ocurrió a partir de aquellos días de julio de 1997 forma parte de la memoria de España. El infame asesinato de aquel concejal del PP desató lo que vino en llamarse el «espíritu de Ermua», el clamor de una sociedad espoleada por un crimen abyecto.
Aquel espíritu de Ermua fue miserablemente dilapidado, en parte porque el PNV salió al rescate de una ETA acorralada en el pacto de Estella, y, en parte, porque, con el paso del tiempo, el socialismo fue virando hacia posiciones pusilánimes que lo único que sirvieron fue para dar aire al brazo político de una banda de asesinos.
De entonces a hoy han pasado muchas cosas, pero lo sustancial es que la desaparición de ETA no se ha traducido en el declive de sus terminales políticas. Es más: quienes están hoy construyendo el relato de aquellos días de espanto son los socios de Sánchez. Los proetarras de Bildu han sido blanqueados por el Gobierno socialcomunista y condicionan de manera decisiva las directrices de un Ejecutivo que ha otorgado la consideración de fuerza amiga a quienes hace 25 años apoyaron el vil asesinato de Miguel Ángel Blanco.
El homenaje que hoy se celebra en Ermua, con la presencia del Rey y del presidente del Gobierno, sirve para abrazarse a la figura del joven concejal del PP y rendirle un tributo emocionado, pero no sirve -y hay que decirlo alto y claro- para constatar el triunfo de la democracia. Porque, tristemente, la democracia no ha ganado. Por eso la presencia de Pedro Sánchez en Ermua no deja de ser un soberbio ejercicio de hipocresía.
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