Estado de estupor

Estado de estupor

Clínicamente los enfermos en estado de estupor parecen -y están- dormidos profundamente. No ha quien les despierte. Los ‘meneíllos’ suaves, los pellizcos de monja, poco sirven para devolverles a la realidad, se muestran indiferentes, como si la vida no fuera con ellos. El estupor, por más que algunas veces se hagan risas sobre ello, no tiene maldita la gracia. El estupor viene por algo, a menudo es consecuencia de accidentes cerebrovasculares o tumores. La foto de un paciente de este tipo es el de un personaje que sólo con estimulaciones físicas vigorosas puede regresar al consciente. El estupor no es indiferencia; es ausencia de respuesta al exterior. Dirán ustedes: ¿a qué viene esto? Lo explico: hablando esta semana con mi psiquiatra de cabecera (humildemente aconsejo que mantengan una relación así) me decía: “Este país no es que se encuentre anestesiado, como vengo escuchando en estos días; es que médicamente está en estupor. De la anestesia se sale regularmente; del estupor, menos, o le metes un sopapo al paciente o este se queda en esta situación horas y horas”. Y me añadía: “…pues en parecida situación nos encontramos en España: o reaccionamos ante lo que nos están haciendo o cuando salgamos del sueño profundo, nos vamos a encontrar más pobres, más enfermos, más inseguros y menos libres”.

El diagnóstico del doctor es para tenerlo muy en cuenta. El Gobierno rige España como si estuviera mandando en el zoco de Rabat, pongamos por caso: a regatear toca. Ayer, julio pasado, estábamos más frescos que una lechuga porque somos tan machos que hemos derrotado al virus, y hoy, octubre, cuatro meses después, resulta que nos morimos como chinches. Hoy Sánchez amenaza con seis meses de alarma, y mañana rebaja el plazo hasta los cuatro o los dos, qué sé yo. Hoy, hace siete días, Sánchez, anunciaba que la vacuna estará lista para diciembre (en las Navidades todos a pincharnos como yonquis) y mañana, se palía el vaticinio y advierte que el Bálsamo de Fierabrás como pronto no llegará hasta el primer semestre de 2021. Hoy, presume de que no hace otra cosa que fichar a expertos y someterse a sus dictados, y mañana, por boca del depauperado Simón, sugiere que, como los tipos son cantidad, no hay por qué cansar al personal con toda la relación. Hoy insiste en que nos va a confinar, pero mañana se retracta y nos pide que entendamos que nos secuestra sólo un poquito… En fin, para qué seguir.

Si salimos de esta, o sea del estado de estupor en que nos hallamos, nos presentaremos en sociedad como más confusos, más despistados que nunca. Por eso, como afirma un profesor de genética, también senador, Rubén Moreno, debemos entender lo siguiente: la alarma aprobada por medio año en el Congreso de los Diputados sólo servirá para dos fines: para acreditar un toque de queda bélico que los viejos del lugar únicamente recuerdan de los tiempos de Franco, y para que Sánchez, este psicópata  narcisista (mi psiquiatra lo define así) haga en adelante y durante medio año, que se dice pronto, lo que le venga en gana. Todo saltándose a la torera leyes e instituciones, porque, ¿sabe la concurrencia que su iniciativa secuestradora ni siquiera ha sido consultada con entidades tan decisivas como la Jefatura del Estado? A él, prepotente sujeto, más guapo de un ocho, ¡qué le van a incordiar los que le avisan de que está ajando todo el entramado constitucional del país. ¡Venga ya, hombre!

La oposición, según quién, anda que no sabe tampoco muy bien qué hacer. Al PP por ejemplo, le han transmitido que hay un antecedente precisamente del Tribunal Constitucional que permite a Sánchez alargar casi sine die los plazos sin tener que atravesar el incómodo fielato del Parlamento. Fíjense: con ocasión de la huelga de controladores de diciembre de 2010, estos técnicos, hartos de los varapalos del ministro del ramo, el singular Pepiño Blanco, acudieron a la Casa de Domenico Scarlatti, para que ésta, sus magistrados, les diera la razón en algo que ellos juzgaban de antemano muy racional: que el Gobierno no podía alargar plazos sin pasar por el Congreso. Pues bien; seis años y medio después, el paquidérmico tribunal les dijo que no, que Pepiño lo había hecho bien. Por eso, el PP, que se sabe estas cosas, lo único que ha publicado es que acude a la Comisión de Venecia para que el Consejo de Europa sacuda un zurriagazo a Sánchez y le condene, es un decir, por entrometerse, como un elefante en una cacharrería en la separación de poderes. Eso es todo.

Mientras, la otra oposición, Vox, se dedica a devolver a Casado sus invectivas de hace una semana, y Ciudadanos ni está, ni se le espera. El país, aturdido, confuso, en permanente respiración artificial, ya no se cree nada, y se limita a ver cómo puede trapisondear los dicterios gubernamentales. “A ver cómo engaño a este tipejo”, se dicen los jóvenes hasta el gorro de recluirse en clausura como si fueran las monjas clarisas. Nos estamos dejando en España todos los pelos en la gatera, y no reaccionamos. Este individuo está perpetrando contra nosotros todas las fechorías que se le ocurren a él y a su gurucillo insoportable, Iván Redondo. Ni siquiera aparece por el Parlamento. A la alarma, la excepción o al sitio, que de todo hay, se suma nuestra posición acomodada en el sopor, indiferente, aunque gritona, que permite a la coalición del Frente Popular gobernar hasta que Dios se apiade de nosotros. Estamos enfermos de estupor. Somos unos gandules. Quizá nos merecemos lo que nos están haciendo. Nos están dando un golpe de Estado partido a partido. Encima de todo lo demás, somos también unos pardillos.

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