La España lanar
Pase lo que pase con la amnistía, la mitad de España ha avalado con su voto y su desidia que la gobernabilidad de la nación quede en manos de quienes más odian lo que representa y simboliza. Hace tiempo que aquí superamos a Italia en el esperpento político, momentum teatral favorito del sanchismo, que ha rebajado la calidad de nuestro sistema de contrapesos hasta llamar la atención de The Economist o Freedom House, que sitúan a la democracia española en límites preocupantes. Pero Sánchez, como buen autócrata y aspirante a dictador, presume de todo lo contrario: todo es progreso, todo es avance, todo es libertad y todo es democracia. Cuando el socialismo presume de algo, la realidad muestra que estamos más cerca de la nada. Ni los datos mienten ni las estadísticas son fachas. Pero hoy quiero hablar de la España que está construyéndose, más peligrosa aún que los pactos que están por alumbrar.
Desde que Sánchez asumió el Gobierno, España gasta tres euros por cada euro que genera en riqueza y nos endeudamos seis veces más, en el ejercicio más irresponsable posible: demorar la deuda para que alguien la pague algún día. Y cuando desde ahí fuera nos exijan cobrar lo que debemos, los que estén aquí, hijos y nietos de los que ahora han votado socialismo, vivirán la quiebra, ruina y corralito de un Estado inviable e insufrible. Los datos oficiales retratan una gestión mediocre y revelan un escenario tenebroso: en cinco años, el Gobierno ha subido los impuestos en casi un 30% mientras el PIB apenas si se incrementa un 0,6%. Esto supone la destrucción de toda sociedad del bienestar, pero la consolidación de un sistema bolivariano de prestación de ayudas y dependencia infinita. Detrás de esta política subyace una estrategia que explica tan nefastos datos, irreversibles a poco que no se meta la motosierra donde más duele: en el Estado grasiento y creciente.
Dicha estrategia pretende lograr -si no lo ha logrado ya- una España de mentes acríticas, de rebaño no pensante y ovejas obedientes, que tomen sus decisiones movidas siempre por las vísceras emocionales que los creadores de mantras y eslóganes fabrican y por estados de ánimo alterados en función del medio de comunicación consumido, que estará convenientemente regado por el dinero público de esos fabricantes de odio, rencor, envidia y enfrentamiento. Esa España lanar se extrae de tres colectivos: el votante de sigla, el votante funcionario y el votante creado. El primero vota por tradición familiar, costumbrismo de taberna o conciencia de clase, aunque viva en la ruina y no llegue a fin de mes. El segundo tipo de votante elige agradecido a quien le «consiguió» trabajo, preferiblemente indefinido y en el sector público, y demostrará su lealtad fija y retribuida, eligiendo sin dudar a quienes garantizan mantener ese status quo funcionarial. Por su parte, el votante creado se incorpora de las nuevas generaciones, de españoles jóvenes y migrantes llegados gracias a esos taxis mediterráneos que pueblan Europa de ilegalidad sin control. A los jóvenes se les compra con bonos culturales, salarios mínimos intocables, ingresos mínimos vitales acomodaticios y otras prebendas que, para la mente adocenada, es la paga semanal multiplicada con la que soñaron desde pequeñitos.
En cuanto al inmigrante, juzgue el lector estas cifras: sólo en 2022, España concedió la nacionalidad a 181.000 personas (un 26% más que el año anterior), de las cuales, 55.000 son marroquíes -un 30% del total-. Amén del aumento de delitos, inseguridad ciudadana y conflictos provocados por parte de esa invasión descontrolada y localizada en un mismo arquetipo de inmigrante, y a costa de que la progresía titule con los calificativos de rigor no pensante esta reflexión, la mayoría de esa migración es ilegal y obedece a un efecto llamada del que el Gobierno tendrá que responder algún día, si es que lo hace, porque en esa bolsa de nuevos ciudadanos reside su continuidad en la poltrona per secula seculorum. El votante creado con vistas a futuro se mantiene en el presente con las ayudas que el resto de ciudadanos abonan de sus impuestos, mientras los vividores de lo público, bajo sueldos millonarios y viviendas en recintos con seguridad privada, llaman racistas a quienes escaneen la realidad sin prejuicios ni intereses.
España necesita inmigración que quiera venir a trabajar y contribuir a mejorar nuestra sociedad del bienestar, profesionales que aumenten nuestra capacidad productiva, sean médicos, ingenieros o emprendedores. Pero lo que está llegando a nuestras costas y fronteras no lo son. Europa lleva décadas cultivando una política migratoria suicida, dejando entrar a quienes no tienen consideración por la vida del prójimo, ni por la libertad ajena, ni por la democracia, ni por los derechos de la mujer o de las personas homosexuales. Y ahora empiezan a darse cuenta de su error esas élites torpes y complacientes de Francia, Alemania y Reino Unido. Y llaman a la reacción y al control migratorio. Tarde, muy tarde. En España correremos la misma suerte que ellos si no reaccionamos pronto. Y no se hará con este Gobierno de socialismo hipócrita por bandera.
Cuando Argentina implosiona por fin tras medio siglo de corrupción peronista y saqueo económico, en España dejamos la protesta para movilizarnos en nuestras plazas de costumbre, que viene a ser como jugar al dominó los domingos, mientras perpetuamos un sistema de partidos que trabaja en enquistarse en su colchón de prebendas, donde cada vez menos españoles sostienen a más. La España lanar sigue creciendo, moviéndose a toque de corneta por la asociación de turno, que justificará sus subvenciones públicas en función de la causa ideológica que toque defender, casi siempre oscura en sus intereses y opaca en sus fines, cuando no delictiva en el uso de los recursos públicos. Lo peor no es la corrupción permanente que nos gobierna, sino el respaldo social que posee el latrocinio, lo que induce a pensar que si lo toleramos es porque cada uno nos asumimos también como corruptos en nuestra pequeña parcela de irresponsabilidad personal. Que nadie lamente mañana el escenario que, con su voto, apatía o desprecio, ha contribuido a construir.
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