Opinión

Cuando ser hombre es un delito

En España hay casi veintitrés millones de hombres que, desde el pasado 31 de diciembre, viven bajo la sospecha de ser futuros imputados de la muerte, presuntos asesinos en serie, analizados como una nueva especie de violadores en potencia y maltratadores sin compasión que aprovechan su manifiesta hombría para sojuzgar a la mujer, y demostrar así que el patriarcado, como gusta al feminismo militante llamarlo, no tiene fecha de caducidad. Las fiestas navideñas, como toda hipérbole del empacho, nos ha servido para conocer, entre medias de la orgía gastronómica, las diferentes formas de manejar el ocio, sobre todo cuando lo invertimos en seguir apasionados debates por las redes sociales, convertidas en trasunto mesiánico del hombre moderno. Ahora valemos por lo que nos siguen, no para qué nos siguen y sobre todo, los momentos que destinamos a los que nos quieren de verdad. La nueva ágora pública, destiladora de conflictos, viene a situarnos frente al espejo del tiempo que un día fue sometido por la razón y el pensamiento. Entramos hodierno en un continuo populismo zombie, donde la pausa queda anulada por impulsos delirantes y caníbales de aquellos que prefieren la ilógica de los acontecimientos al sentido común de los datos y la reflexión.

Viene a colación este vasto preámbulo porque, al hilo del asesinato de Diana Quer, un nuevo totalitarismo emerge de esos confines digitales: el del feminismo extremo o hembrismo preclaro, que mimetiza en torno a la especie masculina el peor de los instintos humanos. La falacia de continuidad que supone el siguiente silogismo: miles de mujeres son asesinadas por hombres/todos los asesinos eran hombres/por tanto todos los hombres son asesinos, se está imponiendo sin mesura por esa nueva tribu de extremas feministas, que destacan, no trabajando por la necesaria igualdad entre sexos, sino por diferenciarse en el hembrismo más radical y pedir al Estado que pague y les pague por ello. Porque cuando se empieza a vivir de esto, cuanto más freak seas en tu defensa del feminismo, mejor para tu causa corriente. El caso de la última tuitera —no le daré publicidad— que me ha llamado la atención por dedicarse a ser “formadora de feminismo” es paradigmático. En un análisis de más de cien tuits, todos acaban por definir al hombre como una subespecie infradesarrollada a la que hay que exterminar y que la igualdad se conseguirá cuando el hombre “empiece a fregar baños”, no cuando la mujer ascienda en su escala salarial y profesional hasta equipararse con éste.

No tengo una clara respuesta sobre quién se beneficia de este continuo —y necesario— debate sobre la odiosa violencia machista. Pero desde luego sí metería en el saco a quienes hacen campaña por todas, pero que sólo buscan el beneficio individual —contraparadoja del liberalismo—. Aquellas que prefieren la subvención del Estado, más segura y más rentable, que su protección, aunque hablen todo el día de ello. Son feministas de sí mismas, vulgo hembristas. Odiar al hombre por el mero hecho ser hombre es la peor forma de luchar contra la desigualdad. Su versión más ilógica y siniestra.

Cuando las redes amplifican el odio, ya no hay nada que hacer. Estás muerto digitalmente, que es lo mismo que decir que eres un cadáver público. Diana Quer fue la enésima víctima del impulso masculino por demostrar sus ariscadas feromonas de machito inquieto. Pero el tribunal paralelo de opinión pública, que en España es la Santa Inquisición de Twitter, algo así como el mercado bursátil alternativo de la ética, ha decidido que el hombre ya no es hombre, sino un terrorista, un patriarca del machismo. Abusar del lenguaje hasta que este se imponga también es otra forma de maltrato.