Opinión

¿Cuándo enloqueció la izquierda?

La caza de brujas que vivimos hace dos semanas a raíz del nombramiento del abogado y economista Gabriel Le Senne como presidente de la cámara balear volvió a poner de manifiesto la incomodidad que representan algunas ideas tradicionales para el establishment político. Le Senne fue lapidado en la plaza pública por parte de algunos medios como Ultima Hora, Diario de Mallorca, El País y alguna que otra televisión que no dudaron en tergiversar un irónico tuit a una boutade de la inefable Sonia Vivas, ex concejal de Podemos en Palma, para presentarlo como un monstruo ante la opinión pública (https://okdiario.com/baleares/tuit-senne-respondia-podemita-vivas-acusar-hombres-pene-pequeno-beligerantes-11136078.). Si hay algo que no soportan los nuevos clérigos es la broma y el sentido del humor.

Poca broma, por tanto, con sus dogmas. Para más inri, nuestras beatas progresistas se rasgaron las vestiduras por sus opiniones que con toda normalidad ha venido expresando Le Senne durante años de articulista en el digital mallorcadiario.com. Opiniones consecuentes para quien no oculta su condición de católico y libertario. Han pasado de no leerlo a publicar sus obras completas, ¡lo que se va a ahorrar el presidente de la cámara!

A diferencia de otros políticos que en cuanto saltan a la palestra pública bloquean el acceso a sus redes sociales por miedo a sufrir el escrutinio público, Le Senne no ha ocultado nada de lo que había venido publicando antes de convertirse en presidente del Parlamento balear, un hecho que ha dejado atónita a la parroquia izquierdista, acostumbrada a repartir bulas de corrección política, a amedrentar a quienes se desvían de sus dogmas ideológicos y a perdonar la vida al «extraviado» siempre y cuando se disponga a cantar la palinodia.

Le Senne es un hombre de profundas convicciones religiosas, un jurista leído con una sólida formación jurídica y filosófica superior a la de la mayoría de los políticos que han presidido antes la cámara balear. Le Senne es todo un lujo para una cámara balear que, aunque sólo sea por la insólita preferencia del PP de un gobierno en solitario, va a volver a cobrar protagonismo durante esta legislatura, recobrando el papel de caja de resonancia de la política balear que había perdido en los últimos años.

El aquelarre contra Le Senne, al que han descalificado como «negacionista contra el aborto», «machista», «xenófobo» o «tránsfobo», pone en evidencia la incomodidad que supone para la izquierda la no aceptación por parte de Vox de su marco mental.

Vox cuestiona algunos consensos progres, consensos que por desgracia también abraza el PP y que desgraciada e inexplicablemente también terminó abrazando Cs. Estos consensos no son más que los dogmas inamovibles que lleva imponiendo la izquierda al centroderecha desde hace por lo menos 20 años con la llegada de Rodríguez Zapatero en 2004.

La desorientación de la izquierda en los noventa

A caballo entre los años setenta y los ochenta la joya de la corona de la socialdemocracia, el Estado del Bienestar, entra en crisis en algunos países como Inglaterra y Suecia, países que hasta entonces eran los faros que guiaban a la socialdemocracia internacional. Será el preludio de una catástrofe mayor. En 1989 cae el telón de acero. Son dos golpes brutales que, como explicará Jean François Revel en La gran mascarada, abrirán un período de desorientación y conmoción para la izquierda. Los relatos laicos de la socialdemocracia y el comunismo, las dos vías exploradas por la izquierda, se desploman. Parece, sólo parece, que la izquierda tiene los días contados. Lejos de acoquinarse, sin embargo, este período será también de rearme ideológico para una izquierda herida pero no muerta. A falta de una alternativa real como la que presentaba el comunismo, la nueva izquierda se centrará en una crítica demoledora en múltiples frentes de nuestras sociedades occidentales y capitalistas.

Para suplir el vacío existencial que ha dejado el comunismo y la socialdemocracia, la izquierda empezará a echar mano de teorías marginales circunscritas hasta este momento a las facultades de Ciencias Sociales de los campus norteamericanos, teorías que hasta ahora sólo una izquierda radical y antisistema había acogido. Algunas de estas teorías, como la sociolingüística, la teoría crítica del racismo, el feminismo de género o el calentamiento antropogénico, saldrán de la marginalidad de los campus para convertirse en el cañamazo ideológico de la izquierda institucional en busca de referentes y necesitada de revulsivos para llenar su vacío existencial.

En esta crisis existencial de los noventa, derivada de la caída del socialismo real, la izquierda occidental abandona el reformismo institucional y el humanismo para empezar a asumir planteamientos de la izquierda radical antisistema de sesgo claramente antihumanista. Principios sagrados de la vieja izquierda como la igualdad ante la ley y el humanismo herederos de la Ilustración quedarán arramblados frente a conceptos eufemísticos como la discriminación positiva y la acción afirmativa (esto es, la desigualdad ante la ley) con el objetivo de favorecer a determinadas minorías. El humanismo de la izquierda socialdemócrata que todavía tenía por objeto la prosperidad, el bienestar material y el progreso social de las personas va a dar paso al antihumanismo de una izquierda radical que, al contrario, pone el acento en estructuras abstractas a las que diviniza como son las lenguas minoritarias, la raza, la cultural, el sexo o la orientación sexual. Nace así la política grupal identitaria que es el tema central y realmente distintivo de la izquierda actual.

La nueva izquierda o la izquierda radical

La nueva izquierda, o la izquierda cultural o radical, como suele llamarse, no se nutre de Marx ni del marxismo clásico. Lo hace de otras fuentes filosóficas como las de Sartre, Beauvoir y sobre todo de un Michel Foucault que postula que la verdad por sí misma no existe, ni siquiera la biológica. La verdad será, a partir de ahora, lo que diga el poder, aquella voluntad de poder nietzscheana. Ya no existen certezas, ni físicas, ni biológicas, ni científicas, ni metafísicas. Los hechos objetivos como tales son vaciados porque siempre son interpretables. A partir de ahora será el poder quien decida lo que es verdad y mentira, es decir, será el poder quien decidirá los «consensos» que ocuparán el lugar que antes ocupaba la verdad objetiva. En toda la reciente polémica levantada en torno a las ideas «equivocadas» del nuevo presidente del Parlament, Gabriel Le Senne, la izquierda política y mediática no se refiere en ningún momento a lo que está bien o mal, a lo que es verdadero o falso. Habla de «consensos». «Le Senne rompe los consensos», señalan. La legitimidad de la acción política no se apoya ya en la Verdad ni en el Bien (común) sino en los consensos alcanzados, generalmente por ley, por todas las fuerzas políticas.

Esta nueva izquierda cultural, en el sentido de que amplía el concepto de cultura a la inclusión de la diferencia o diversidad, había nacido en las facultades de Ciencias Sociales de Francia y los Estados Unidos en los años setenta y lo había hecho en una oposición radical a la vieja izquierda socialdemócrata. Esta última sigue creyendo en las instituciones democráticas convencida de que la sociedad puede mejorarse mediante reformas desde dentro del sistema democrático. Se trata todavía de una izquierda humanista que se define por la preeminencia del individuo como eje de las significaciones culturales e históricas.

Por el contrario, la izquierda cultural antisistema no es humanista puesto que su principal interés ya no gira en torno al individuo sino en torno a las relaciones de poder en estructuras sociales como las lenguas en contacto (base de la sociolingüística), la familia, el matrimonio o la propia gramática. Lo personal es político. Y está convencida de que el arma más poderosa para cambiar la realidad es el lenguaje.

Dos ejemplos: homosexualidad y lengua

Pongamos dos ejemplos entre tantos para notar las diferencias entre la vieja izquierda socialdemócrata y la nueva izquierda cultural a la hora de abordar los problemas de la identidad.

En la segunda mitad del siglo XX la lucha a favor de la igualdad de los homosexuales y lesbianas se había saldado en un enorme éxito que se había sustanciado entre otras medidas en la prohibición de discriminar a alguien por su orientación sexual. La vieja izquierda reformista -y la derecha liberal en Inglaterra, sin ir más lejos- había conseguido integrar en la normalidad social a homosexuales y lesbianas, logrando que la sociedad que los había tratado injustamente hasta entonces los tolerara. Ganada la batalla, una causa justa que se había librado bajo el amparo de los derechos humanos, de repente se torció. Si inicialmente el movimiento gay había reclamado tolerancia, respeto y la normalización de sus prácticas sexuales, con el tiempo optó por exacerbar su identidad y apartarse de los valores mayoritarios de la sociedad.

Una frase del momento explica perfectamente esta diferencia. «Si en los años setenta, durante la época del movimiento por los derechos civiles gays, estos decían que eran absolutamente similares a los heterosexuales salvo en la cama, al comienzo de los años noventa, el movimiento queer decía que eran totalmente diferentes de los heteros, salvo en la cama». En los setenta, una vez ganada la batalla de la tolerancia y el reconocimiento social, primaba lo que se ha venido en llamar la ceguera identitaria en la que la identidad sexual se soslayaba y no se le daba mayor importancia. En los noventa, estábamos en otro estadio, en la exacerbación identitaria donde la identidad determina por completo al individuo de cuya condición no puede escapar.

En los setenta, el filósofo más influyente de la izquierda cultural, Michel Foucault, aspiraba a que la homosexualidad y el lesbianismo se convirtieran en el comportamiento normal de nuestra época. «Mientras los matrimonios entre hombres no estén permitidos, no habrá civilización», afirmaría Foucault, sin duda, un adelantado a su tiempo. Para el filósofo francés y su séquito de seguidores, el lesbianismo y la homosexualidad eran los vectores instrumentales que debían llevar a una transmutación de los valores de la moral cristiana (o de la ética burguesa) al pasar a ser considerado normal lo que antes se consideraba raro. El reverso de los valores antiguos debía convertirse en el anverso de los nuevos valores que sustituirían la moral tradicional, una revolución que finalmente ha triunfado y cuyas consecuencias han terminado transformando profundamente a las sociedades occidentales al resignificar (darles un significado distinto) instituciones o conceptos clave como el matrimonio, la familia, el sexo-género o las relaciones sexuales.

Otro ejemplo paradigmático es el de la lengua catalana que tan polémico resulta por estos lares. En los ochenta nadie estaba en desacuerdo en que la lengua catalana formara parte de la enseñanza reglada. La posición prácticamente unánime era que había que reparar de algún modo una injusticia histórica. El decreto de mínimos (1997) que establecía un mínimo de 50% de clases en catalán se desarrolló al albur de una ley de normalización lingüística (1986) que permitía aprender a leer y escribir en la lengua materna, fuera ésta el catalán o el español. La enseñanza balear apostaba por un modelo de conjunción lingüística donde ambas lenguas eran vehiculares. Se entendía que eso era lo mejor para los niños, incluso los socialistas entendían que el bilingüismo era bueno.

El nacionalismo, sin embargo, llevaba años nutriéndose de las doctrinas de la sociolingüística, una nueva ciencia social que había nacido en los sesenta y que ponía en el centro de su estudio a las lenguas. Con la llegada del primer Pacte de Progrés (1999-2003) todo empezó a cambiar. La consejería de Educación en manos de los nacionalistas aprovechó los resquicios del decreto de mínimos de 1997 para ir convirtiendo un modelo que en principio era de conjunción lingüística con dos lenguas vehiculares en un modelo de inmersión obligatoria en catalán. Habían convertido un decreto de mínimos en otro de máximos.

Para justificar este drástico cambio de postura en quienes habían reclamado las bondades pedagógicas de la lengua materna para los catalanohablantes pero que ahora se las negaban a los castellanohablantes, el nacionalismo ya estaba imbuido de todo un arsenal de conceptos sociolingüísticos que, sumados a los sentimientos de pertenencia étnica y lingüística propios del nacionalismo más clásico, le permitían defender su nueva posición: el bilingüismo y la diglosia llevan directamente a la sustitución lingüística, lealtad y deslealtad lingüística, normalización lingüística, conciencia lingüística, lengua «minorizada», etc. Toda una serie de argumentos «científicos» que ahora utilizaban contra quienes, rezagados, exigían que las lenguas estaban al servicio de las personas y no al revés.

Estos conceptos de la sociolingüística catalanófona ya llevaban implícitas e incorporadas unas determinadas posturas morales y políticas que no hacían sino reforzar el argumentario del nacionalismo. Los maestros de catalán terminaron convenciéndose de que su misión en la vida era cambiar la situación sociolingüística de una lengua minoritaria desde el poder institucional. Si antes el discurso era que los niños catalanohablantes salieran conociendo su lengua materna, ahora el discurso era salvar la «lengua minorizada» sin importarles el destino académico de los hispanohablantes ni tampoco las carencias y limitaciones idiomáticas en español que arrastrarían de por vida los catalanohablantes. Las personas habían pasado a un segundo plano, lo importante era la lengua. La causa a seguir era ahora la salvación del catalán y, a ser posible, invertir la realidad sociolingüística imperante hasta entonces. Si durante todos los regímenes políticos anteriores a los noventa, el español había sido la única lengua vehicular en la enseñanza, ahora lo que tocaba era negarle esta posición hegemónica para hacer exactamente todo lo contrario. Una causa que en principio era noble terminó extraviándose por la radicalización de sus demandas.

Valgan estos dos ejemplos cogidos al azar, homosexualidad y lengua, para ilustrarnos cómo y por qué la izquierda institucional enloqueció en los noventa al ir asumiendo todas estas batallas ideológicas que emanaban de las teorías de la New Left. Desde entonces, causas que habían contado con un amplio respaldo ciudadano y que en cierto modo ya habían triunfado se torcieron, se volvieron controvertidas, justo cuando las nuevas ideas radicales de la izquierda cultural fueron asumidas por sus activistas. En efecto, cuando todo parecía estar mejor que nunca y la mayoría creía que el problema se había resuelto, los activistas irrumpieron de nuevo diciendo que las cosas nunca habían estado peor.

Si el éxito inicial de estas causas se había producido precisamente porque se habían librado en nombre de la igualdad ante la ley, el reconocimiento social o la tolerancia, lo que pretendían ahora los activistas en su sobrevenido inconformismo era dar un vuelco total a la situación. No les importaba tanto la justicia como el poder. No se trataba de tener los mismos derechos sino de más derechos al verse a sí mismos superiores moralmente por el hecho de haber sido «víctimas» sociales. No pedían justicia, pedían más poder. Y para ello tenían una agenda política que querían desarrollar desde las instituciones.

Naturalización o exacerbación de la diferencia

La identidad es un tema especialmente paradójico y calidoscópico. La forma de afrontar la diferencia o la identidad de las minorías es lo que distingue a la vieja izquierda reformista y socialdemócrata de la nueva izquierda radical y cultural. Mientras los reformistas aspiran a normalizar y soslayar las diferencias de raza, lengua, orientación sexual o sexo porque consideran que estos atributos accidentales para nada determinan a los individuos, sino que son un aspecto más que debe reconocerse con normalidad, quedando así superados sus efectos dañinos y perjudiciales, la izquierda cultural exacerba estas diferencias y las entiende como esencias que determinan totalmente al individuo, convirtiéndolo en una víctima perenne que reclama justicia y reparación por el maltrato y la discriminación que ha sufrido su colectivo en el pasado.

Mientras la izquierda reformista pide igualdad ante la ley, la izquierda cultural pide discriminación positiva (y acciones afirmativas como la política de cuotas) a favor de estas minorías. Esta última no reclama tolerancia, reclama más poder que pretende justificar por su condición de víctima pretérita o por pertenecer a un colectivo que en el pasado ha sufrido, aunque ya no sufra en el presente, al menos no en la misma medida. Se produce entonces lo que René Girard ha definido como la inversión victimista en la que las viejas víctimas se convierten en los nuevos verdugos.

Las fobias y los negacionismos

Los ciudadanos normales y corrientes más lúcidos que en principio habían estado de acuerdo con la legitimidad de estas causas y que las habían apoyado en seguida vieron el peligroso giro que habían tomado los acontecimientos. Bajo la misma bandera, sus objetivos reales habían cambiado, ya no eran los mismos. Una cosa es estar a favor de que el catalán se enseñe en las aulas en un porcentaje razonable y otra muy distinta es aplaudir la exclusión del español. Una cosa es estar a favor de la inmersión en catalán siempre que ésta sea voluntaria y otra cosa es que sea obligatoria para todo el mundo.

Cualquier objeción o crítica a estos fines que nada tenían que ver con los fines originales era saludada con insultos y descalificaciones por parte de los activistas y de unas fuerzas izquierdistas que, siempre en la vanguardia de la revolución pendiente, habían asumido unos objetivos cada vez más radicales. Es entonces cuando aparece el término «negacionista», que hasta entonces se había limitado a señalar a quienes negaban el Holocausto. Es cuando aparecen también todas las fobias habidas y por haber con el único propósito de criminalizar y paralizar a todo aquel que muestre disconformidad con los nuevos giros de tuerca de estos movimientos cuyas reivindicaciones parecen no tener fin: transfobia, homofobia, catalanofobia…

Por si fuera poco, el diálogo entre unos y otros resultaba ya imposible. No había forma de entenderse. Mientras los críticos les reprochaban a los activistas que querían llegar demasiado lejos en sus demandas (criticando sólo las exageraciones de una causa con la que en principio estaban de acuerdo), éstos les respondían acusándolos injustamente de negar la totalidad de la causa. ¿No estarás contra los derechos de los homosexuales? ¿No estarás contra el catalán? ¿No estarás contra las mujeres? El diálogo se había vuelto imposible.

Mientras los activistas habían ido radicalizando su discurso queriendo siempre ir un poco más allá bordeando incluso la ley, los críticos se mantenían en la misma posición. Se daba la paradoja de que sin haber variado un ápice sus posicionamientos los críticos o simplemente los rezagados, de la noche a la mañana, corrían el peligro de quedar en el bando equivocado de las fuerzas del destino de la Historia y el Progreso por no ponerse al día de una corrección política que se radicalizaba a pasos agigantados. El pecado de los críticos, descreídos o rezagados, estigmatizados injustamente como retrógrados o reaccionarios (pues no habían retrocedido ni reaccionado, sencillamente se habían mantenido en sus posiciones), residía en no haber aceptado cosas en las que no creían, un signo de dignidad humana. Su inmovilismo les habría llevado de repente a estar en el bando equivocado de las imparables fuerzas del Progreso.

La demagogia de lobbies y activistas

Los activistas y los lobbies de estas causas rendidos al encanto de las teorías de la izquierda cultural, tras haber conquistado y colonizado todos los resquicios de poder de partidos como el PSOE, Podemos o Més, siguen siempre la misma estrategia cuando alguien pone objeciones a sus demandas: descalificar gratuita y brutalmente al crítico («hostilidad manifiesta contra el catalán», «odio a los transexuales», «negacionista del cambio climático») con el propósito de hurtar un debate que les desenmascararía por completo y criminalizarlo para paralizarlo de miedo y «cancelarlo» si sigue en sus trece. No hay debate posible. O estás con ellos o estás contra ellos. En realidad, es la única forma que estos nuevos clérigos tienen para defender sus ilimitadas pretensiones: el miedo, la censura, la cancelación, el delito de odio o la sanción administrativa. Pretensiones que, para qué vamos a negarlo, ocultan por otro lado otra realidad menos edificante: toda una industria política de formidables dimensiones, en forma de organismos públicos como institutos, observatorios, consejos asesores, secretariados y demás fanfarria burocrática, que sólo sirve en última instancia para emplear a quienes, como ingenieros sociales, de otro modo tendrían un futuro profesional más bien oscuro de enfrentarse al libre mercado de trabajo.