La concertada, degradada por Martí March
Este verano me visitó un amigo divorciado para una consulta. Tras unos años en los que sus hijos habían vivido con su madre en la península, ahora se veía en la tesitura de matricularlos en Palma. Me preguntó qué posibilidades había de hacerlo en el mismo colegio concertado de mi hija, a la que conocen sus hijos. Tras lograr convencerle del excelente nivel académico del colegio y de la buena educación recibida, le informé de su coste mensual. Mi amigo frunció el ceño: no podía pagarlo.
Esta anécdota viene a colación por el último informe que ha alumbrado la
asociación de profesores PLIS Educación, Por Favor donde regala a la
autollamada comunidad educativa un dato que la Consejería de Educación
viene escamoteando año tras año: el coste que para las arcas públicas tiene una plaza concertada. En efecto, en sus Indicadors del sistema educatiu de les Illes Balears, un informe que la consejería publica todos los años, no aparece el coste de la plaza concertada, ignoramos la razón aunque nos la imaginamos.
Es la segunda vez que esta asociación de profesores contra la ideologización de la enseñanza ha estimado, a través del cruce de datos de diversas fuentes, todas ellas oficiales y resolviendo un sistema de ecuaciones, el coste de la plaza concertada en Baleares. El resultado apenas ha variado. Una plaza concertada en cualquiera del centenar de colegios concertados de las Islas cuesta casi la mitad de lo que cuesta una plaza en la pública.
Según datos de 2016, el coste de una plaza en la pública ascendía a 6.379€ por alumno mientras que en la concertada tenía un coste de 3.249€ por alumno. Según datos de 2019, el coste para las arcas públicas de una plaza en la concertada fue de 3.426€, casi la mitad de los 6.767€ de media que costó cada plaza en un centro público.
La infrafinanciación de la enseñanza concertada es un asunto capital por varias razones que conviene analizar con cierto detalle. En primer lugar, porque esta infrafinanciación afecta a un tercio del alumnado balear. En efecto, según datos aportados también por PLIS, escamoteados también por la consejería que dirige Martí March, uno de cada tres alumnos en Baleares está escolarizado en un colegio concertado.
En segundo lugar, esta infrafinanciación discrimina claramente a la enseñanza concertada, que se ve obligada a financiarse por vías alternativas al concierto en aras a su propia supervivencia: cuotas diversas, oferta de actividades extraescolares, compra dirigida de libros de texto, explotación de infraestructuras propias como la piscina o polideportivos, búsqueda de un margen de beneficio en el menú escolar…, un esfuerzo que, naturalmente, repercute en la cuenta corriente de un tercio de las familias baleares con hijos en edad escolar.
Lógicamente, el hecho de que la enseñanza sea obligatoria en España pero no gratuita hace que las familias con menos recursos apenas accedan a la enseñanza concertada, aunque sus preferencias puedan decantarse hacia el ideario, la menor politización y la mayor disciplina que adorna estos centros. En contrapartida, esta misma segregación que impide a las familias con pocos recursos acceder a la concertada asegura la propia consolidación de la pública que se nutre de ellas y justifica el crecimiento de la enseñanza pública a costa de la concertada, un objetivo primordial para quienes creen que la Administración sólo tendría que financiar la escuela pública o, en cualquier caso, tratar a la concertada como un segundo plato.
Los últimos resultados de los que disponemos de los informes PISA que
distinguen el tipo de centro, público o concertado, del alumnado, ponen de manifiesto que el nivel académico medio de los alumnos que provienen de la escuela concertada es netamente superior al nivel demostrado por los que vienen de la pública. Y esto lo consiguen con la mitad de dinero, como vemos.
Es lícito concluir que, en igualdad de financiación, como ocurre sin ir más lejos en Holanda donde las escuelas católicas tienen exactamente la misma financiación que las públicas, se produciría un éxodo masivo de alumnos desde la pública hacia la concertada hasta al menos equipararse en número, lo que constituiría un varapalo formidable para los dogmáticos que, contra toda evidencia económica, razón jurídica o simplemente contra el interés de las propias familias, están convencidos de que la Administración tiene que financiar sólo la enseñanza pública. Y que, sin apoyarse en ningún dato, siguen acusando farisaicamente a la escuela concertada de no aceptar inmigrantes y otros colectivos desfavorecidos cuando las penurias de la concertada debido a la infrafinanciación la lleva irremisiblemente a nutrirse de los hijos de la clase media-alta, la única que puede complementar la parte del coste al que no llega el concierto.
Ya por último, la infrafinanciación de los colegios concertados es también un asunto de primer orden desde un ámbito exclusivamente jurídico al cercenar la Constitución que postula, por una parte, que la educación debe ser «gratuita y obligatoria» y que declara, por otra, doctrina reiterada además por el Tribunal Supremo, el derecho fundamental de las familias a elegir el centro y el tipo de educación que desean para sus hijos.
La Constitución y el Tribunal Supremo no conciben, como sí lo hacen las
formaciones de izquierda y los sindicatos que le bailan el agua, que la
educación concertada tenga una función meramente subsidiaria que deba
limitarse a suplir las carencias de la enseñanza pública (falta de
infraestructuras o de implantación en ciertos barrios) o a ahorrar dinero al Estado, por mucho dinero que le ahorren al contribuyente y por generoso que sea el servicio que rinden a la sociedad. De ningún modo. El Supremo viene afirmando que la principal justificación de la enseñanza concertada descansa en que ofrece a los padres un tipo de educación con un ideario distinto al de la pública y que, al ser dicha elección un derecho fundamental exigible ante los tribunales, no puede mutilarse eliminando los conciertos.
Martí March no está negando estos conciertos, ciertamente, pero sí los está recortando -congelando en la práctica la partida dedicada a conciertos mientras eleva sustancialmente el gasto de la pública- hasta el extremo de amenazar la propia supervivencia de no pocos colegios concertados. A March parecen no importarle los deseos de las familias ni tampoco la formación ni la educación que quieren para sus hijos que, como mi amigo, se ven abocados a acudir a un instituto o a un colegio público a la fuerza porque no pueden permitirse pagar un colegio concertado.
Un ejemplo más de cómo la izquierda, lejos de resolver ningún problema,
termina siempre trasladándolo a los ciudadanos a los que acaba privando de espacios de libertad que, en principio, tenían garantizados.
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