Historias de Barcelona (X)
La muy hispana y condal Barcelona despierta este agosto con estupor. Aquí y allá oigo voces lastimeras, hondas miradas al vacío, negros augurios. Qué extrañeza, una ciudad que se creyó capaz de todo (o de casi todo) marchando en procesión de duelo. La patria de Luján, la Seat y los jeroglíficos interclasistas. Viene un varapalo, bofetada al infantilismo político, a las chorradas ideológicas por las que ha transitado últimamente la urbe, con sus votaciones ridículas, sus dirigentes esperpénticos; la ligereza, en suma, de creer en la vida regalada, en que todo el mundo es bueno y, venga, juguemos al juego de la Historia, aunque estemos, intelectualmente hablando, en pelotas.
Luego, cualquier estafador nos ha parecido salvífico. ¿Elecciones? ¿Para qué si no prometen el Cielo en la Tierra? La suma del idiotizante trabajo periodístico, educacional (en casa, en las escuelas) surte efecto: Barcelona, los barceloneses en general, somos selectos zombies de este siglo nacido en la podredumbre de los peores ismos filtrados de la anterior centuria. Un zumo repugnante por cuanto artificioso e indigesto. Alguien advirtió que las sociedades, cuando deciden suicidarse, lo hacen en su totalidad, sin excepción de nadie, por supuesto llevándose a los refractarios, a quienes deseaban vivir. Colau y el procés son símbolos de todo ello. En tales circunstancias, el liberalismo, su misión histórica, debe librar una nueva batalla.
Todavía hay quien refugia los ánimos en el tema culinario; aquellos que tienen pendiente apuntar entre sus notas la debacle estúpida de los años dos mil. Siguen encantados, como yo, náufragos en su isla, que el mar va engullendo. Hasta que no quede ni una maldita barra, ni una mesa decente sobre la que sobrevivir. La acostumbrada nobleza de saber uno qué come y qué bebe. Hablar de las cosas sencillas, sin infectarlas por defecto de la insidiosa política. Esta candente, abierta capacidad de cabrearnos, es prueba ineluctable de postrera decadencia. La vehemencia del corazón hispano, que refería el historiador Pompeyo Trogo (40 a.C.).
Quedan migajas, pequeñas esperanzas, el mediterráneo anhelo de belleza en torno a un plato. Sujeto a ciertos hábitos seculares, pequeñoburgueses, yo también voy a cenar con mis amigos periodistas, con mis amigos empresarios y con los de sin oficio conocido; o a comer frutos del mar y tacos de lengua cocida con Cristina Losada. Son estas singladuras barcelonesas de puro trotar, buscar, hallar finalmente un salón acogedor, que tanto nos gusta. Pero el tono general resulta absorto y afligido, a pesar del vino y los dulces mariscos. Y ligero: recientemente disfruté de uno de esos momentos, un botón más de la decadencia burguesa, cuando el hijo de una familia acomodada le dijo a su padre que estaba a favor de las bicicletas y el progenitor le respondió que “luego cierran fábricas de coches”. Si bien asomó la esperanza de clase y ambos coincidieron al final con un apoteósico: “el vasco (Urkullu) le da cien vueltas a Torra”. Así se nos pasa el verano, entre el debido entretenimiento y la verosimilitud del naufragio.
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