Luis Mateo Díez, premio Cervantes 2023: «Vivo más en lo imaginario que en la propia vida»
Creador de mundos imaginarios, dueño de un estilo propio, su literatura casi poética y, por momentos, coloquial, nos sumerge en verdades humanas, vicisitudes, miedos, fragilidades, ilusiones; en los caprichos fugaces, en los ahora todo, ahora nada de la juventud; en el camino de las edades, «camino de pérdidas»; en las monotonías que todo lo asolan. Vidas de hastío o de locura, quizá todo junto, a la vez, revuelto, confundiendo, confundiéndose. Existires extraviados, miradas estrábicas. Personajes que no saben lo que quieren y se les nota, o que hablan rotundo sin tener certezas, o sigilosos con mundos interiores que celan en secreto. Ilusiones. Temores. Supersticiones. Veleidades. Tanto de tanto. Y de tan poco. Concupiscencia, también. En definitiva, cotidianidades mundanas. Humanas.
Leer a Luis Mateo Díez es entrar en universos líricos entre lo trágico y lo cómico. Es vagar por territorios extraños y, sin embargo, cercanos; sumergirse en la irrealidad como condición y convicción; bucear en lo más hondo, en los sentimientos, en los pensamientos, en los días y las noches. Tocar, sentir, inhalar.
Confiesa vivir más en lo imaginario que en la propia vida. En esos mundos que él inventa. Le interesa más: «Estoy siempre en mi mundo, en mis ciudades de sombra». Para él, este paisaje de tecnología, de noticias y redes sociales en él transitamos hoy tiene un exceso de realidad terrible. «El ser humano necesita también los espacios interiores», asevera. «El exceso de realidad y de actualidad descompensa mucho las necesidades interiores que todos tenemos».
El 22 de junio de 2000 fue elegido académico de la RAE. El 20 de mayo de 2001 tomó posesión del sillón «I» con un discurso titulado La mano del sueño (algunas consideraciones sobre el arte narrativo, la imaginación y la memoria). En 2020 premio Nacional de las Letras Españolas, en 2023 premio Cervantes, el más importante de las letras hispanas. Un premio a una pluma y una trayectoria, al peso y al poso, ajeno a fugacidades, modas y desvaríos varios.
Los que le leemos hemos buscado junto a él La fuente de la edad, descubierto las Vicisitudes de un novio contrariado que desaparece el día de su boda, paseado por la planicie de Celama (llanura, páramo, territorio), con el desnivel notable en la altitud de los dos extremos de la plataforma, descubierto las historias y cuentos que persisten entre sus habitantes y conocido a sus seres peculiares, contrariados, a veces trágicos, a veces patéticos, perdidos, siempre héroes del fracaso, que dan testimonio de la paradoja de la condición humana y, pese a esa barahúnda, consiguen que resuenen carcajadas. Es el humor de Luis Mateo Díez. Tan propio de él. Ese reírse de lo absurdo. Y de lo trascendente.
«A Celama no se llega», y si no que se lo pregunten al viajero que se lo propuso. Eso sí, si usted lo lee, sepa que nunca se irá.
Dice que de niño ya era escritor. Y contrariado por la vida. Lloraba para fastidiar un poco. Aún lo hace, pero ahora «como una actividad consoladora, sin complicaciones». Para limpiar el alma. A aquel niño le fascinaba escuchar las historias que se contaban en su valle y sobre eso, mezclado con la mitología y lobos devoradores que poblaban su cabeza, escribía. Y si no hacía versiones. Su hermano Antón ponía dibujos, juntos lo pasaban a máquina, le ponían unas grapas y ¡hasta negocio hacían! «Era la complacencia de haber sido un niño best seller», afirma. Así creció, feliz, con el dinero de sus ventas, «mucha riqueza de bolsillo», «sintiendo el éxito literario», «enganchado a las bolas de anís» que le llevaron a ser niño víctima de curas estomacales. Sobre ello llega a una reflexión profunda: «Perjudiqué la salud a través de la escritura tal como un escritor millonario puede llegar a la ruina moral». El deseado y deseable éxito tiene sus peligros: «Puede llegar a ser muy corrosivo. Hay que tener mucho cuidado de no perder el reto de lo que quieres ser como artista». A él le vigila su niño interior que le pregunta dónde va, por si acaso aquello de despistarse.
Prolífico hasta el más allá, avisa: «Tengo libros terminados para años y años después de que me vaya. Habrá pervivencia más allá de mi óbito». Otra risa.
Escribe y escribe. La literatura es su todo. Lo hace en su despacho, rodeado de libros, con el ordenador y un cuaderno donde toma notas a mano de lo que va a escribir (ideas, nombres, líneas). Lo demás, va surgiendo. Delante de él, una pequeña agenda de la RAE y un calendario con cánula de los de siempre, en él remarca días señalados. Relee lo leído, sus imprescindibles, aquello que le marcó. Tolstoi, Camus, Galdós, Cervantes… Grandes.
Más de 50 años desde su primera novela (Las estaciones provinciales). Es autor de desafíos. Su estilo ha evolucionado, con depuraciones propias del tiempo, de una pluma más barroca a una más ascética. Y con esa austeridad generosa cuenta historias breves, capítulos cortos. El arte de sintetizar. Y de encantar. Arte.
Escribir se le ha convertido en una necesidad irremediable. Lo hace cada mañana de manera disciplinada. Después pasea, lee, amigos, familia y películas. Es un cinéfilo empedernido o, como él confiesa divertidamente, «un cinéfilo asqueroso».
Se enganchó a la lectura con Corazón, de Edmundo de Amicis. Era niño. Lloró. De adulto ya, el libro de su vida es La muerte de Iván Ilich, de Tolstoi, pero confiesa que si fueran a acabar con todos los libros del mundo y pudiera salvar tres libros, lo tiene claro: La metamorfosis de Kafka, El extranjero de Camus y El desierto de los tártaros de Dino Buzzati.
Una manía: no empezar a escribir sin tener el título porque, como dice, «los seres humanos nos movemos entre la grandeza de las obsesiones y la miseria de las manías». Cada uno que viene a su mente, lo anota. Los tiene por colección, ideas literarias que van a su cabeza (o que su cabeza las llama). De ellos saldrán libros o no. Los que salgan serán genialidad.
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