Ciencia
Oppenheimer

Oppenheimer bajo sospecha, los secretos de su vida privada que marcaron la era atómica

Oppenheimer fue acusado por deslealtad como se muestra en la película que se hizo sobre su vida en 2024

Si echamos la vista atrás a la historia más reciente y a los científicos que cambiaron su curso J. Robert Oppenheimer es sin duda, uno de los más destacados. El físico que encabezó el Proyecto Manhattan fue una figura relevante pero que también cargó con el peso de su propio trabajo y posterior desarrollo. Brillante, reservado y profundamente contradictorio, Oppenheimer sabía que su hallazgo no tenía marcha atrás. Había liberado una fuerza que escapaba del control humano, y eso lo acompañó hasta el final de su vida.

La película de Christopher Nolan volvió a poner la figura de Oppenheimer en primer plano y con ella, despertó un debate que ha ido mucho más allá del cine y que tiene que ver con la ciencia, el poder y los límites de la conciencia. El biógrafo Kai Bird, coautor de American Prometheus: The Triumph and Tragedy of J. Robert Oppenheimer, ha retomado, en un artículo para The New York Times, una parte menos conocida de su historia: la del científico que pasó de ser héroe nacional a sospechoso por pensar distinto. Y es que su gran batalla no tuvo lugar en un laboratorio, sino frente a un comité del Gobierno. En 1954, en plena fiebre anticomunista, fue obligado a defender su lealtad al país que le debía la bomba atómica. Lo que vivió en aquellas semanas lo cambió para siempre. Oppenheimer había creado la herramienta definitiva de la guerra, pero  terminó siendo víctima del miedo de la época frente a quienes eran acusados por deslealtad al país.

Oppenheimer bajo sospecha, los secretos de su vida privada

A comienzos de 1954, Oppenheimer coincidió con Albert Einstein a la salida del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, donde ambos trabajaban. Solían charlar sobre física, sobre el azar del universo y esas preguntas que sólo ellos sabían formular, pero aquella mañana el ambiente fue distinto. Oppenheimer estaba inquieto. Le contó que tendría que ausentarse unas semanas: en Washington lo esperaban para responder ante una comisión que lo acusaba de deslealtad.

Einstein, más escéptico y cansado de la atmósfera de sospecha que se respiraba entonces en Estados Unidos, le recomendó no presentarse. Le dijo, en esencia, que no tenía por qué someterse a una caza de brujas después de haber servido a su país. Oppenheimer no lo vio así. A pesar del riesgo, insistió en que debía hacerlo. «Amaba a su país», recordaría después su secretaria, Verna Hobson, testigo de aquella conversación que marcaría el principio de su caída, tal y como explica Kai Bird en su libro.

Esa decisión lo llevó al desastre. El comité de seguridad de la Comisión de Energía Atómica terminó por retirarle la autorización. Era una sentencia moral más que legal: el científico más célebre del país, aclamado en 1945 como un héroe nacional, era ahora considerado un riesgo para la seguridad. Bird recuerda que las pruebas eran endebles, pero el contexto político no dejaba lugar a matices. Era la época del senador Joseph McCarthy, de los informes secretos y de la sospecha permanente hacia todo aquel que pensara con demasiada libertad.

Oppenheimer había cometido un pecado imperdonable: oponerse a la creación de la bomba de hidrógeno y advertir públicamente de los riesgos de una carrera armamentística sin control. En una de sus declaraciones más incómodas, llegó a afirmar que la bomba de Hiroshima se había lanzado «contra un enemigo ya derrotado». En aquel clima de miedo, esas palabras bastaron para convertirlo en un disidente.

El precio de pensar diferente

Lo que vivió Oppenheimer no fue sólo una persecución política, sino un mensaje al conjunto de la comunidad científica a la que advertía en definitiva, de que no entraran en asuntos que tuvieran que ver con la política. Su caso, señala Bird, sirvió de advertencia para toda una generación de investigadores que aprendieron que opinar podía costarles la carrera. Aquella humillación pública marcó el final de una época en la que los científicos eran escuchados como voces morales del progreso.

El resultado fue devastador: la ciencia se replegó sobre sí misma, los laboratorios se alejaron del debate público y el miedo al descrédito se impuso sobre la reflexión ética. En el fondo, esa fue la verdadera tragedia de Oppenheimer: no sólo su caída personal, sino el silencio que dejó tras de sí. Un silencio que aún pesa cuando hablamos de energía nuclear, de inteligencia artificial o de cualquier tecnología capaz de cambiar el mundo.

Bird traza un paralelismo inquietante entre aquella América del miedo y algunos discursos actuales. Menciona al abogado Roy Cohn, mano derecha de McCarthy y posteriormente mentor político de Donald Trump, como el ejemplo de una forma de poder que desprecia la verdad y ridiculiza la ciencia. La historia, sugiere, no se repite igual, pero rima.

Entre la ciencia y la conciencia

Oppenheimer entendió pronto que la ciencia no vive aislada. Que detrás de cada ecuación hay una decisión humana, y que el conocimiento sin ética puede volverse en contra de quien lo crea. Tras su destitución, dedicó sus últimos años a reflexionar sobre los límites del poder científico y sobre la necesidad de un diálogo real entre ciencia y política.

Esa conversación, según Bird, sigue pendiente. En plena era de la inteligencia artificial, con debates abiertos sobre la regulación de sus usos y su impacto en la sociedad, el ejemplo de Oppenheimer vuelve a cobrar sentido. La tecnología avanza más rápido que la capacidad política para comprenderla, y ese desequilibrio puede ser tan peligroso como una bomba mal calibrada. Bird lo resume con una advertencia clara: necesitamos más científicos en la conversación pública, no menos.

Una advertencia que sigue vigente

Oppenheimer murió en 1967 sin ver restaurado su honor (algo que el Gobierno estadounidense haría oficialmente recién en 2022), pero su legado sigue creciendo. La película de Nolan no solo rescató su figura, sino que invitó a revisar el papel de la ciencia en la historia y la responsabilidad de quienes la impulsan. Lo que en su tiempo fue un escándalo político hoy es, en realidad, una lección ética.

Quizá lo justo sea recordarlo no solo como el padre de la bomba atómica, sino como el hombre que se atrevió a poner en duda su propio poder. Porque, en el fondo, lo que Oppenheimer dejó no fue una advertencia técnica, sino una lección moral: que la ciencia, sin conciencia, puede volverse contra quien la impulsa.