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Emergencia habitacional

Hay palabras que se gastan de tanto repetirlas. Emergencia, por ejemplo. Se usa para el clima, la sanidad, la educación, la inmigración… y ahora también para la vivienda. Pero en Baleares, la emergencia habitacional no es un eslogan: es una realidad que se palpa en los alquileres imposibles, en los jóvenes que siguen viviendo con sus padres a los treinta, en los jubilados que no saben cómo pagar el próximo recibo.

Y mientras los problemas crecen, los gobiernos, unos y otros, siguen debatiendo sobre conceptos etéreos: sostenibilidad, inclusión, vivienda digna. Palabras que quedan preciosas en un PowerPoint, pero que no solucionan nada. La política balear lleva años encarando el problema desde el ángulo equivocado: interviniendo, restringiendo, gravando. Como si castigar al que tiene una vivienda fuera a crear más viviendas.

El resultado está a la vista. Propietarios que prefieren dejar sus pisos vacíos por miedo a los okupas o a la lentitud de la justicia, promotores paralizados por la maraña burocrática y una clase media asfixiada que ya no puede competir con los precios inflados por la escasez artificial. La izquierda institucional se empeña en decir que el mercado es el enemigo, cuando el enemigo es precisamente el abandono, la falta de orden y la inseguridad jurídica.

En Baleares se habla poco de okupación, como si fuera una leyenda urbana. Pero existe. Y es la pesadilla silenciosa de muchos vecinos: pisos tomados, comunidades atemorizadas y propietarios indefensos. Hay casos que duelen. Hace unos meses, conocí a una mujer que alquilaba su piso para complementar una pensión mínima. Un día, dejó de cobrar el alquiler. El inquilino dejó de pagar, se atrincheró y la justicia le dio la razón… a él. Tardó más de dos años en recuperar su casa. Mientras tanto, ella vivía con su hija, esperando. Esa es la realidad de miles de baleares. 

Hablan de «vivienda social» pero confunden solidaridad con expolio. Hablan de «turismo sostenible», pero no se atreven a admitir que buena parte de nuestros problemas vienen de haber convertido la isla en un negocio sin límites y, al mismo tiempo, haber encorsetado la construcción con trabas y tasas. Lo público se convierte en un laberinto y lo privado, en un enemigo.

La solución no pasa por más impuestos ni más leyes que nadie entiende. Vox propone otra cosa: devolver la confianza. Liberar suelo donde se pueda construir con sentido común, facilitar el alquiler sin convertir al propietario en sospechoso y garantizar una justicia rápida para quien ve su casa ocupada. Y, sobre todo, dejar de tratar la vivienda como un arma ideológica.

Quizá algunos no tengan el valor de decirlo, pero lo diremos los demás: el derecho a la vivienda empieza por respetar la propiedad privada. Cuando hay seguridad, hay inversión. Cuando hay inversión, hay oferta. Y cuando hay oferta, los precios bajan. No es una ecuación de laboratorio; es el sentido común de toda la vida.

La emergencia habitacional no se resuelve con pancartas ni con discursos vacíos sobre «modelos sostenibles de convivencia». Se resuelve devolviendo a los baleares lo que siempre ha sido suyo: la posibilidad de vivir, trabajar y formar familia en su tierra.

Imagino a una abuela mallorquina, de ésas que han visto pasar medio siglo de turistas y crisis, escuchando que su nieto no puede alquilar un piso en el pueblo donde nació. Seguro que se indignaría, pero no haría discursos: actuaría. Y eso es lo que falta hoy, acción con coraje.