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Un golpe de Estado

En noviembre del pasado año, 120 catedráticos y profesores de Derecho firmaron un manifiesto en el que aseguraban que los dirigentes independentistas no emplearon la violencia que requieren la rebelión y la sedición, llegando incluso a denunciar la “banalización” que se estaba haciendo de ambos delitos. Estos insignes juristas lamentaban que la fiscalía estuviese convirtiendo en rebelión el ejercicio de derechos fundamentales como el de reunión y manifestación. De pura chiripa no pidieron el procesamiento por prevaricación de los fiscales y del juez instructor.

Desgraciadamente, éste ha sido el discurso general imperante en nuestro país desde finales de 2017. Aquellos que, sin tapujos, hablaban de un Golpe de Estado eran tildados de peligrosos radicales, auténticos pirómanos, creadores de independentistas en cadena. La presión surtió  efecto porque muchos de los que, al inicio, vieron un golpe de Estado, dulcificaron su análisis con un “golpe al Estado de Derecho”.

Ayer, el fiscal del Supremo, Javier Zaragoza, no le tembló la voz: “Fue un golpe de Estado”. En su informe final explicó que lo que sucedió en Cataluña desde marzo de 2015 a octubre de 2017, es lo que, en la terminología de Kelsen, se llama “golpe de Estado” y añadió que lo que se buscó fue  “la sustitución de un orden jurídico por otro por medios ilegales”. Pero, por si todavía quedaba alguna duda, añadió que «hubo violencia física, la hubo», para después ironizar que “parece que, según el contexto en que se produzcan y particularmente si estos hechos se producen en un determinado territorio y con los fines que pretendían, todos los hechos engloban un nuevo concepto que es la violencia pacífica”.

A mi juicio, después del intento de subvertir el orden constitucional en Cataluña, lo más grave que ha ocurrido en nuestro país ha sido el chalaneo posterior con el golpismo. La consideración de que nuestro Estado de Derecho se defiende blanqueando un golpe de Estado es la mayor exhibición de debilidad mostrada por nuestra democracia en los últimos 40 años. Y no saldrá gratis. Si España sigue pensando que los nacionalismos pueden ser amansados con carnaza, acabará devorada. Esperemos que se cumpla el deseo, la convicción o la advertencia lanzada ayer por Javier Zaragoza: “Sabemos que este Alto Tribunal impartirá Justicia con absoluta imparcialidad, con total independencia, al margen de lo que suceda, se diga, se haga o se informe extramuros de esta sala de justicia”.  Ojalá, por el bien de todos.