Opinión

¿Un Vox ‘atrapatodo’?

Vox presentó ayer el sindicato Solidaridad, su última iniciativa, con la que aspira a capturar el voto obrero, históricamente monopolizado por la izquierda. Lo hacen sabedores de que su operación de robo de electorado al Partido Popular puede darse por concluida, con victoria intachable de la formación de Santiago Abascal.

A una táctica así se ha referido en numerosas ocasiones Steve Bannon, jefe de estrategia de Donald Trump en su campaña de 2016, para quien la reelección del presidente pasaba por lograr un 20% de los, por aquel entonces, seguidores de Sanders. Así, el propio Bannon afirmaba que el objetivo consistía en transformar a la derecha, el Partido Republicano, en un partido de clase trabajadora. Pues bien, Vox parece estar intentando algo parecido a través del impulso de este sindicato.

Entre otras medidas, Solidaridad persigue una subida urgente del Salario Mínimo Interprofesional (SMI) y limitar la inmigración, algo que, por cierto, contrasta con aquel programa económico explícitamente liberal de las elecciones de 2019, y que hoy parece más en línea con políticas como la bajada del IRPF que acaba de anunciar Isabel Díaz Ayuso para la Comunidad de Madrid. Por el contrario, las medidas de Vox apelan claramente a una clase obrera hastiada con el sistema, para la que el 15-M fue flor de un día y fracasó de forma estrepitosa en lograr lo que prometía.

Sin embargo, la amplitud del movimiento político que constituye Vox encierra un peligro para su supervivencia a medio plazo. El porqué entronca con la tesis del politólogo Otto Kirchheimer, quien, hace más de medio siglo, acuñó el término de catch-all party o partido “atrapatodo”. Este se caracteriza por intentar atraer a votantes con puntos de vista políticos e ideológicos muy diferentes, con lo que se cautiva a sectores amplios del electorado. El problema de estas formaciones, que acostumbran a obtener grandes victorias rápidamente, radica en que, en el medio plazo, se desmoronan por dos motivos fundamentales.

El primero, por una falta de disciplina interna que causa problemas, dado que esta holgura en las ideas puede llevar a que algunos miembros del partido, más férreos en sus convicciones, traten de rebelarse ante la línea impuesta por la dirección. Y el segundo es la combustión rápida del mensaje con el que tratan de llegar a multitud de caladeros de voto, y el cual, pasado cierto tiempo, deja de movilizar a todos o parte de sus seguidores.

Tanto del primer pecado como del segundo fue culpable el Partido Popular de Mariano Rajoy, pues este había agrupado durante décadas a conservadores, democristianos y liberales. Purgó a varias de estas facciones de oficio, y otras abandonaron a instancia de parte, pero el partido siguió aumentando su alcance, poniendo entonces sus miras en el sector socialdemócrata. Ensanchó así su espectro ideológico, hasta que su propia indefinición se reveló fatal, como demostró su desmoronamiento electoral, la fuga de miembros del partido (militantes e integrantes del aparato), o la aparición de Vox, que no se entiende sin aquel PP insípido. Reeditan de nuevo este grave error los populares, que, a la vista de lo cosechado por Alberto Núñez Feijóo en el noroeste peninsular, esgrimen hoy un argumentario contrario al que exhibió la actual directiva en el proceso de sucesión de Rajoy. Quizá, el dolor de los pecados era genuino, pero el propósito de enmienda se ha quedado en poca cosa.

De todo ello debería tomar buena nota también Vox, pues la dispersión del mensaje y la falta de pureza ideológica puede resultar contraproducente en el medio plazo. Aviso a navegantes: de querer apelar a muchas sensibilidades a no movilizar ninguna no hay tanta distancia. Del todo a la nada, hay solo un paso.